domingo, 30 de octubre de 2016

CAPÍTULO 17 CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE CANTAR A DICHAS HORAS



CAPÍTULO 17

CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE CANTAR A DICHAS HORAS

Ya hemos determinado cómo se ha de ordenar la salmodia para los nocturnos y laudes. Vamos a ocuparnos ahora de las otras horas. 2A la hora de prima se dirán tres salmos separadamente, esto es, no con un solo gloria, 3y el himno de la misma hora después del verso «Dios mío, ven en mi auxilio». 4Acabados los tres salmos, se recita una lectura, el verso, Kyrie eleison y las fórmulas conclusivas. 5A tercia, sexta y nona se celebrará el oficio de la misma  manera/_es decir, el verso, los himnos propios de cada tres salmos, la lectura y el verso, Kyrie eleison y las fórmulas finales. 6Si la comunidad es numerosa, los salmos se cantarán con antífonas; pero, si es reducida, seguidos. 7Mas la synaxis vespertina constará de cuatro salmos con antífona. 8 Después se recita una lectura; luego, el responsorio,  el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas y se concluye con la oración dominical. 9Las completas comprenderán la recitación de tres salmos, que  han de decirse seguidos, sin antífona. 10Después del himno correspondiente a esta hora, una lectura, el verso, Kyrie eleison y se acaba con la bendición.

El Oficio Divino, el Opus Dei, se caracteriza por un desarrollo regular a lo largo de la semana y de cada jornada;  un marco rutinario que, por otro lado, nos permite profundizar en la búsqueda de Dios, un instrumento para avanzar en el objetivo de nuestra vida monástica. San Benito nos presenta la estructura adaptada a las comunidades, pero lo hace expresando su concepción del Opus Dei a través de pequeñas cosas que parecen vanas en una primera lectura. Los dos oficios principales del día son, evidentemente, Laudes y  Vísperas, que tienen una estructura similar. Escribe Paulo VI en la Constitución Apostólica Laudis Canticum:

“Laudes y vísperas son partes fundamentales del Oficio Divino, y se les da la mayor importancia, ya que son, por su propia índole, la verdadera oración de la mañana y de la tarde”. 

La celebración de Laudes, al amanecer, tiene un carácter festivo, incluso a la largo de la semana. Su sentido es celebrar el triunfo de la luz sobre la oscuridad, la hora de la resurrección del Señor, del triunfo de la vida sobre la muerte. Los textos son cuidadosamente seleccionados para dar a la celebración ese sentido de la luz y de la resurrección. Los salmos han sido siempre la parte esencial de la plegaria de la Iglesia, por lo menos en Occidente. La razón es que representan un inmenso tesoro de adoración, alabanza, acción de gracias, y también recogen todas las actitudes que el creyente puede tener delante de Dios, tanto en momentos de prueba, de persecución, o de alegría. Vienen a ser también una lectio divina que nos pone en contacto con diversos siglos de experiencia espiritual, la relación vivida entre Dios y generaciones de gran intercesores, así como un camino de hacer más viva la plegaria de todo el pueblo de Dios. Esta es la razón por la que san Benito considera el Salterio como alimento  esencial de la oración del monje. Podemos y  debemos orar siempre y por todos. Es preciso hacerlo cada uno de nosotros y en comunidad. La plegaria es algo connatural a la vida del monje y no una obligación. Es también un don para todo creyente el orar, y lo es para toda una comunidad el hacerlo juntos. El Oficio Divino no ha de ser para los monjes tan solo una preocupación individual, sino una preocupación de la comunidad, pues es una comunidad que busca a Dios. Por eso el transcurso del día esta “sembrado” de momentos de plegaria para expresar nuestra plegaria continúa en comunidad, que viene a ser un alimento fundamental para nuestra vida.

En este capítulo san Benito resalta tres elementos comunes a todas las horas del Oficio Divino: el Kirie, la oración dominical  y la bendición.

La invocación  Kirie eleison” (Señor, ten piedad) revela en sí misma  dos realidades: la aclamación y la súplica. La aclamación viene a ser la alabanza, el honor y el reconocimiento a Cristo, el Señor de la gloria, del cielo y de la tierra, a quien tenemos como Hijo de Dios, vencedor del pecado y de la muerte. La súplica será, entonces, la petición dirigida al Señor, para que derrame su gracia sobre nosotros, y nos auxilie en nuestra debilidad. Siendo parte del rito inicial de la Eucaristía y de las conclusiones del Oficio, esta invocación viene a ser el grito confiado que los creyentes dirigimos a Cristo, que después nos hablará en la liturgia de la Palabra, y se nos dará como alimento en la Eucaristía, o bien nos habla en los Salmos y en los Cantos Evangélicos del Oficio.

El Padrenuestro recoge y expresa las necesidades humanas materiales y espirituales: “Danos nuestro pan de cada día y perdona nuestros pecados” (Lc 11,3-4). Y precisamente a causa de las necesidades y de las dificultades de cada día, Jesús nos exhorta con fuerza: “Yo os digo: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, gritad y se os abrirá. Porque el que pide recibe, el que busca, encuentra; y al que grita se le abre” (Lc 11, 9-10). No se trata de pedir para satisfacer los propios deseos, sino para mantener despierta la amistad con Dios, que  sigue diciendo en el Evangelio “dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan” (Lc 11,13).  Así lo experimentaron los antiguos Padres del Desierto, y también los contemplativos de todos los tiempos que llegaron a ser, por su oración, verdaderos amigos de Dios. (Cfr.  Benedicto XVI, Angelus, 25,Julio,2010)

La bendición final es un don espiritual en el sentido fuerte del término, un don del Espíritu invocando a Dios sobre la comunidad. Con ésta concluye el Oficio, remarcando el carácter de alabanza y remarca el sentido del hombre como criatura espiritual, gloria de Dios y recuerdo de su imagen en el hombre, conceptos unidos y presentes en la bendición final. Bendición trinitaria, pues en el Oficio, oramos al Padre, con la palabra del Hijo y bajo el aliento del Espíritu. Simboliza que nuestra vocación en la Escuela del Servicio  Divino es venir a ser hombre de bendición.

El Oficio  Divino, plegaria sin interrupción, y en su celebración, cuando se reúne la comunidad, manifiesta la verdadera naturaleza de la Iglesia. Es plegaria de toda la familia humana asociada a Cristo; expresando la voz de la Esposa de Cristo, los deseos y votos de todo el pueblo cristiano, súplicas por las necesidades de todos los hombres. Es plegaria de Cristo y de la Iglesia que recibe su unidad del mismo Cristo, por ello es importante que en la celebración del Oficio reconozcamos en Cristo nuestras voces, y reconozcamos su voz en nosotros. El Oficio es conocimiento de la Escritura, sobre todo de los Salmos, que siguen y proclaman la acción de Dios en la Historia de la Salvación, que se conmemora sin interrupción, y anuncia, eficazmente, su continuación en la vida de los hombres. (Cfr. Laudis Canticum)

El Oficio Divino configura toda nuestra jornada; si lo vivimos parcialmente no vivimos plenamente nuestra vida de monjes. De Maitines a Completas recorremos un camino cada día nuevo, al que no tenemos que anteponer nada. Venimos al monasterio a buscar a Dios, y la plegaria, sea el Oficio, sea la plegaria personal, el contacto con la Palabra y el trabajo deben configurar nuestra jornada; un todo dirigido a alcanzar en esta Escuela del servicio del Señor, al que alabamos, a quien oramos, con quien hablamos y a quien buscamos.   

viernes, 28 de octubre de 2016

CAPÍTULO X COMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA NOCTURNA EN VERANO



CAPÍTULO X

COMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA NOCTURNA EN VERANO

Desde Pascua hasta las calendas de Noviembre se mantendrá el número de salmos indicado anteriormente, 2y sólo se dejarán de leer las lecturas del libro, porque las noches son cortas. Y en su lugar se dirá solamente una, de memoria, tomada del Antiguo Testamento, seguida de un responsorio breve. 3Todo lo demás se hará tal como hemos dicho; esto es, que nunca se digan menos de doce salmos en las vigilias de la noche sin contar el tercero y el noventa y cuatro.

Empezamos siempre nuestra jornada diaria pidiendo al Señor que abra nuestros labios para proclamar su alabanza. Empezamos el día, con la plegaria, cuando todavía es de noche, en contacto con la Palabra, con la alabanza a la salida del sol, y como colofón con la Eucaristía. Invocamos con la alabanza al Señor, que se hace presente mediante la Palabra que encontramos luego en el pan y en el vino que se transforman en su  Cuerpo y en su Sangre.

Las primeras horas de nuestra jornada están dedicadas prácticamente  a la plegaria y a la alabanza del  Señor y de su creación. La noche, todavía hoy, tiene algo de misterioso que nos lleva a asociarlo a la muerte, a la duda, a la prueba, a la enfermedad, a la debilidad;  con el día la vida renace como Jesús, que vence a la muerte y se manifiesta al amanecer, antes que las mujeres y los apóstoles se acerquen al sepulcro.
El ritmo de nuestra jornada tiene un sabor, o como un recuerdo de lo que es el devenir del día; el día nace y muere para volver a renacer, y de esta manera recordamos el gran regalo de la creación, como un ciclo de la naturaleza, con sus cuatro estaciones. Porque Dios está presente siempre, y en todo tiempo y lugar merece nuestra alabanza. También en todo estado de ánimo merece nuestra alabanza; más fácil con la alegría del día y no hay los miedos de la noche donde el futuro parece más oscuro y las nubes de nuestras debilidades ponen más oscuridad en la noche.
Los maitines no son una mera espera sino un estado de atención vigilante; espera paciente y expectante de la vuelta escatológica del Cristo, un retorno del que no sabemos ni el día ni la hora, pero sí  la certeza de su retorno, y por esto cuando todavía no ha amanecido nos dirigimos al sepulcro.
El Oficio de la noche es un momento intenso de alabanza divina. Para san Benito continua siendo un momento fuerte del Opus Dei donde se hace presente el espíritu de la liturgia monástica. El Oficio de la noche ha de ser principalmente  un tiempo de alabanza que, adaptándose a las estaciones de la naturaleza también se adapta a nuestra vida.
En la reforma litúrgica, justo después del Concilio Vaticano II una de las preocupaciones fue la de simplificar el Oficio Divino, y no juzgó necesario mantener la tradición de los doce salmos en las vigilias, a los que san Benito da importancia. Un elemento importante del texto de san Benito es la recitación de memoria de un texto del Antiguo Testamento en el segundo nocturno. Esto quiere decir que se esperaba que los monjes supieran de memoria textos de la Escritura, habida cuenta del trato asiduo que tenían con la Palabra.

San Bernardo escribe: “quien desea orar ha de tener en cuenta no solo las circunstancias del lugar, sino también el tiempo oportuno. El tiempo totalmente libre es el más cómodo y apto, especialmente cuando la noche está envuelta en un silencio profundo. Entonces la plegaria es más libre y más pura .¡Levántate de noche, al  relevo de las guardias! Que tu corazón se desborde como agua delante del Señor. ¡Que secreta sube la plegaria de noche ante la única presencia del  Señor y del ángel que la recoge para presentarla en el altar del cielo”! (Sermón 86, Sobre el Cántar)

Este domingo (Domingo XXX, TO,C) también la liturgia nos habla de la plegaria. Nos presenta un texto evangélico emblemático sobre la plegaria. Por un lado un fariseo que ora satisfecho por lo que Dios le ha dado y por su cumplimiento de la ley;  por otro lado un  publicano avergonzado que no se atreve ni a levantar la mirada. Dos actitudes delante de Dios aparecen irreconciliables. Uno ora dando gracias a Dios, alaba, ciertamente,  a Dios, pero resaltando más bien sus propias excelencias. Más que orar el fariseo se mira en el espejo y le agrada lo que ve;  no se dirige tanto a Dios como a sí mismo; se manifiesta feliz delante de Dios y superior al cobrador de impuestos, porque necesita de otro para sentirse orgulloso de sí mismo;  no sabe orar, no sabe ni reconocer la grandeza de Dios, ni alabarla; da la impresión de que no necesita a Dios, se basta a sí mismo.
¡Cuántas veces somos unos monjes fariseos, autosatisfechos, a quienes ni tan solo se les puede hacer la más mínima observación, porque nos creemos como la medida de la vida monástica!
El publicano en cambio ni es consciente de la presencia del fariseo, no se excusa, se sabe pecador, y lo poco que dice es para reconocer que no tiene nada que ofrecer y, en cambio, mucho para recibir;  la suya es una plegaria verdadera que le encamina hacia aquel que es la Verdad. 
Jesús nos muestra en el evangelio de hoy, como hemos de acercarnos a él, que sabe cuando nuestra plegaria es auténtica, confiada y humilde y se aleja de la autosatisfacción que es, a la vez, autodestructora. Es así como nos dirigimos a él al amanecer, dejado el sueño, pero conscientes ya, en estas primeras horas, de nuestras limitaciones. Abrir nuestros labios para alabar al Señor es nuestro primer gesto de cada día con el salmo 94, que, quizás, de tanto que lo decimos no le dedicamos toda la atención que merece. En este antiguo texto nos presentamos delante de Dios para alabarlo, porque es para nosotros la roca que nos salva, reconociendo que él nos ha creado y que somos su rebaño, su pueblo, y por ello lo celebramos con gritos de fiesta. Quizás dedicamos más atención a proclamar la alabanza del Señor, como autor de la creación, cuando esta creación renace cada día y nos hace  ser conscientes de la grandeza del Señor, de su obra y del regalo que nos ofrece cada día y que procuramos consagrarlo a él, aún sabiendo que un momento u otro caeremos en la soberbia del fariseo o en nuestra debilidad, pero siempre nos queda la esperanza de volver a decir con el salmista:  Aclamaré tu amor así que nazca el día (Sal 59,17)  y no fiarnos solo de nosotros mismo y tener por nada a los otros, no sea que no seamos dignos de recibir el perdón del Padre.

domingo, 16 de octubre de 2016

CAPÍTULO VII , 55 LA HUMILDAD



CAPÍTULO  VII

  LA HUMILDAD
  55 El octavo grado de humildad consiste en que el monje no haga nada más que aquello a que le animan l Regla común del monasterio y el ejemplo de los mayores.  

La Regla y el ejemplo de los mayores, la vida y la tradición. “Delante de Dios no son justos los que escuchan la Ley, sino los que la cumplen (Rom 2,13) La Regla, tan solo leída o escuchada no va más allá de ser un texto más o menos bello. San Benito escribió un texto para ser vivido, aplicado, interpretado. La Regla nace de la experiencia personal de la vida monástica de san Benito, y de toda la tradición monástica antes de él, y que le ayudó a formarse como monje.


El ejemplo de los mayores del que habla san Benito puede ser entendido en un sentido amplio, como la Tradición; como las dos fuentes de magisterio definidas por la Constitución Dogmática Dei Verbum, en el Concilio  Vaticano II.


Escritura y Tradición, dos conceptos de los que años más tarde, el Concilio hace una síntesis entre la “sola Escritura” de la reforma luterana y el peso de la tradición remarcada por Trento.

La tradición en la Iglesia tiene tres orígenes:



- el anuncio y explicación del misterio cristiano, a partir de la memoria activa de los hechos y palabras de Jesús, realizado por la Iglesia, tanto en cuanto a la Escritura, como en la “regula fidei”.

- el testimonio de vida cristiana, basado en la santidad, que concreta el misterio de salvación, y lo lleva a todo el mundo.

- las estructuras eclesiales y sacramentales, que expresan y vehiculan este mensaje, y llaman a realizarse según una praxis de conversión y de purificación, capaz de revalidar o no la tradición viva de la Iglesia enraizada en la fuente viva del Evangelio.



También la tradición monástica está arraigada en una fuente viva: la Regla de san Benito, que tiene como fundamento el mismo Evangelio. Está configurada, por una parte por la autoridad de nuestros padres del monaquismo, anteriores, contemporáneos y posteriores a san Benito, y por otro lado, las estructuras de la vida monástica, en nuestro caso el Orden Cisterciense.


Pero estas estructuras no son algo anquilosado, muerto, sino algo que vamos  realizando y adecuando  día a día, siendo los protagonistas y autores de nuestra propia tradición. Cuando alguien llega al monasterio se educa, se introduce en la vida monástica mediante la Regla, pero también con el ejemplo de los mayores, y contemplando como se vive esta Regla.


La tradición monástica no es el “siempre se ha hecho así”, sino algo más profundo, es una cadena de vida de monjes donde la cadena de nuestras vidas, oxidadas unas, brillantes otras, se van encadenando a lo largo de los siglos.


Para vivir la Regla de san Benito no se busca una obediencia mecánica, hecha por autómatas, sino que se nos pide vivir la Regla de manera que la espontaneidad y la creatividad, tengan su espacio y den frutos. Estamos en el monasterio por voluntad de Dios, siguiendo los preceptos del Evangelio y aplicándolos a la vida monástica. Creatividad y espontaneidad son elementos para descubrirnos a nosotros mismos, para adentrarnos en lo que es el fundamento de nuestra vida, y avanzar libres, todos juntos hacia la vida eterna. Siendo cada día un poco más nosotros mismos, y no lo que queremos a veces aparentar ser, vamos participando de una identidad comunitaria, de una tradición, de un ejemplo. Quien comienza la vida monástica, o quien pasa por una de las inevitables sacudidas que nos permiten crecer, puede reaccionar contra todas las pequeñas costumbres de la comunidad, que encuentra ridículas, desmarcándose, y haciéndose un monaquismo a su medida. Pero también se puede conformar exteriormente a todo sin asumir la orientación de la comunidad y perder, finalmente, la propia identidad, y a la vez no compartir la identidad comunitaria.


Una comunidad no se hace con reglas y costumbres de la Orden, una comunidad se va haciendo, la vamos haciendo, conformando nuestras vidas con él  Cristo, viviendo una verdadera vida espiritual. Buscando la armonía, el orden y la unidad incorporados en un movimiento más grande que nosotros mismos, y arraigados en  toda una tradición. Cada uno de  nosotros, en cierto sentido,  somos maestros de la vida monástica; conviene que lo reflexionemos; podemos serlo más o menos acertadamente, pero somos maestros porque de nuestra manera de vivir la vocación derivan unas enseñanzas que llegan a los que se incorporan al monasterio, o a los que acercan como huéspedes  o visitantes.


 Todos recordamos a hermanos de comunidad que nos dejaron ya, y que fueron para nosotros verdaderos  maestros, incluso en aspectos que creíamos no  eran ejemplares, pues de todo podemos aprender.


La vida monasterio, la verdadera vida que hemos venido a vivir, la vamos haciendo día a día, nadie nos puede sustituir en esta tarea, pues si abdicamos de vivir, aunque sea un pequeño tiempo, estaremos dando un mal ejemplo. No podemos ser maestros de nosotros mismos, debemos aprovechar el camino llevado a cabo por la comunidad, su experiencia de vida monástica, aprender también de sus errores, y no querer ser nuestros propios guías. La comunidad tiene mucho que enseñarnos; y su santidad, como la de la Iglesia está más allá de los errores y fallos que acompañan siempre a nuestra humanidad.  El  ejemplo,” la tradición en sus múltiples formas, familia, pueblo, educación… y así sucesivamente, es  casi como una casa o mansión en la cual vive el hombre”.  (Mauro Esteva, 2006)


"La  Tradición no es transmisión de cosas o de palabras muertas. Es un río vivo que se remonta a sus orígenes, el río vivo en el cual los orígenes están siempre presentes; el gran río  que nos lleva al puerto de la eternidad. Al ser así, en este río vivo se realiza siempre de  nuevo la palabra del Señor. “Mirad que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Benedicto XVI, 26.4.2006)




jueves, 13 de octubre de 2016

CAPÍTULO VII, 10 - 30 LA HUMILDAD




CAPÍTULO VII, 10 - 30

LA HUMILDAD

 Y así, el primer grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el temor de Dios y evite  por todos los medios echarlo en olvido; 11que recuerde siempre todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida eterna está ya preparada para los que le temen. 12Y, absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los pensamientos, en la lengua, en las manos, en los pies y en la
voluntad propia, y también en los deseos de la carne, 13tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante.
14Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las entrañas». 15Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres ». 16Y vuelve a decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos ». 17Y en otro lugar dice: «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto». 18Y para vigilar alerta todos sus pensamientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia contra mi iniquidad». 19En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Refrena tus deseos». 20También pedimos a Dios en la oración «que se haga en nosotros su voluntad ». 21Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con toda la razón, pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen derechosa los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad
del infierno». 22Y también por temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se corrompen y se hacen abominables en sus apetitos». 23Cuando surgen los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en cada instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia». 24Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al umbral mismo del deleite. 25Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus concupiscencias».
26Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos », si «el Señor mira incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios» 28y si los ángeles que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al Señor, 29hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos hacemos unos malvados»; 30y, aunque en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé».

El primer grado de la humildad para san Benito es tomar conciencia de nuestra realidad, superar la apariencia, lo que ven los ojos, lo que sienten los oídos, nuestras sensaciones para discernir la profundidad de la mirada de Dios, su huella en nuestra vida.

San Benito nos muestra la visión teologal de la vida. Vivir teniendo siempre delante el temor del Señor no quiere decir que Dios nos da miedo, sino que busca nuestra dimensión profunda, de manera que descubramos la huella de la Palabra de Dios, en todo lo que nos sucede a nosotros y en nuestro entorno. Todo lo que nos sucede tiene lugar bajo la mirada atenta de Dios, de un Dios que nos ama. Nosotros, quizás, a veces, podemos tener la sensación que Dios nos complica la vida. Y nos preguntamos ante cosas que nos suceden por qué pueden acabar siendo para nuestro bien, lo cual es también una llamada a buscar el sentido profundo de aquello que nos supera y que no acabamos de comprender.

El primer grado de la humildad es, pues, tomar conciencia de que Dios es Dios, y descubrir esto nos puede producir una especie de terremoto espiritual, un enfrentamiento interior con nosotros mismos, descubrir que otro, Dios, irrumpe en nuestro santuario interior.
De esta experiencia puede surgir el estupor: el hombre que se cree solo sabe ahora que está bajo la mirada de Dios, alguien que le observa en todo momento, que escruta su corazón, que conoce sus pensamientos más íntimos, incluso antes de que vengan a nuestra mente, como si nos dijera: “yo conozco por dónde vas”.
Pero, es posible que lo más sugestivo de este grado de humildad no sea el que Dios irrumpe en nuestro interior, sino que se desinfla nuestro orgullo, lo que creemos que es nuestra personalidad, cuando solamente es apariencia, una máscara que oculta nuestro verdadero interior. A la luz de la presencia de Dios este falso “yo” se desvanece. Pero no viene a ser un drama, sino más bien el prólogo, o el anuncio del descubrimiento maravilloso de nuestro interior en donde encuentra a Dios.
San Benito nos muestra la contradicción entre la humildad y nuestra voluntad. La humildad siempre va unida a la búsqueda de la voluntad de Dios, esa voluntad que pedimos en la oración del Señor: “hágase tu voluntad”. Para san Benito el gran obstáculo a esa voluntad divina es nuestra propia voluntad, es el escollo donde encalla la voluntad de Dios, que nos aleja de él, y corrompe nuestro juicio con unos deseos que nos oprimen. Combatir contra la propia voluntad es el reto más difícil que tenemos y el más exigente. Nos pide renunciar a algo que puede aparece como el núcleo central de nuestra personalidad, de nuestros deseos, o inclinaciones. Renunciar a nuestra voluntad nos puede parecer en ocasiones un perder el perfil de nuestra persona.
Pero confiarnos a la voluntad de Dios no significa devenir esclavos, sin personalidad. Más bien es recuperar la verdadera personalidad, recuperar la imagen perdida de Dios a causa de nuestro egoísmo.
Cuando nos abrimos a hacer la voluntad de Dios es cuando venimos a ser verdaderamente libres y nos liberamos de todo aquello que nos impide ser realmente nosotros.

¿Cómo saber cuál es la voluntad de Dios? 

San Benito nos ayuda con la Regla, pero sobre todo nos ayuda el contacto asiduo y profundo con la Palabra de Dios. Dios nos habla cada día; es importante cuidar este contacto directo con la Palabra

“Buscad leyendo, y encontraréis meditando; trucad orando, y se os abrirá contemplando” (Guido el Cartujo, Scala Claustralium, 2,2)

Si de verdad buscamos a Dios nuestra capacidad de amor se dilata, y lo buscamos si reconocemos su presencia y aceptamos su voluntad.
Dios es un Padre que nos espera, que nos contempla; es una presencia, una manera de pensar, una manera de ver las cosas, siempre y aquí. Si tenemos conciencia de esta cercanía de Dios, la capacidad de amar supera el deseo de ser mejor que los demás, y este objetivo deja de consumir nuestras fuerzas, y entonces podemos emplearlas para avanzar cada día más hacia Dios. Al fin y al cabo confiando en la voluntad divina, escuchando y haciendo nuestra su  Palabra, nuestras miserias dejan de amargarnos la vida y comenzamos a ser libres.
Nos dice san Bernardo: “Venid, dice. ¿dónde? A mí, a la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Y qué resultado?  Yo os daré el respirar. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube y llega arriba? ¿Quizás la caridad?  Sí, pues según san Benito una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a quienes están cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad”  (Tratado sobre los grados de la humildad y la soberbia, 6-8)

Necesitamos pasar del egoísmo al amor bajo la mirada del Padre, de un Padre con entrañas de madre, que son entrañas de misericordia, como escribe la abadesa Montserrat  Viñas.