domingo, 20 de noviembre de 2016

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA



CAPÍTULO 38

EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que
oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el
mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de
hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de
vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros
de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.

La Regla nos habla de los lectores de semana y las condiciones para aprovecharse: escucha y silencio.  San Benito nos habla de ellos como de un servicio a la comunidad, como lo es el cuidado de los enfermos y de mayores, que vimos en capítulos anteriores.

El monje es aquel que escucha la Palabra de Dios, y que, incluso en las comidas, se nutre espiritualmente. La actitud de escucha del monje es constante, como una formación permanente en la cual san Benito da una especial importancia a la lectura de la Palabra, tanto privada como comunitaria.

La costumbre de leer durante las comidas comienza en los monasterios de tradición basiliana, mientras que los monjes de tradición egipcia comían en silencio absoluto. Casiano consideraba que era una manera de evitar chismorreos e incluso conflictos entre los monjes. En principio se buscaba preservar el silencio, pero más tarde la tradición agustiniana y Cesáreo de Arlés dan a esta costumbre una dimensión espiritual como es el de alimentarse de la Palabra de Dios y de los escritos de los Padres, al mismo tiempo que nos alimentamos materialmente. San Benito hace una referencia concreta al silencio, que ha de ser absoluto en la comida, y si es preciso pedir algo será necesario hacerlo con discreción, procurando no romper el silencio.

Otro punto importante al que hace referencia a principio y final del capítulo es que la lectura se realice con dignidad, para edificar a los oyentes. Hay que tener en cuenta que eran tiempos en que no todos los monjes sabían leer.

San Benito insiste, en otros puntos de la Regla, en no hacer acepción de personas o no romper el orden la comunidad regido por la antigüedad de sus miembros. En cambio, aquí domina el interés de que la lectura se haga  con claridad, se haga comprensible y edifique a los demás. Pero también advierte que el lector no se enorgullezca de su lectura, y de aquí que deba pedir la bendición que pone de relieve el carácter de servicio que tiene esta tarea.

Para san Benito la actitud del lector es semejante a la del lector del Oficio Divino. Se ha de intentar transmitir el texto de manera clara; olvidarse de los sentimientos personales, incluso si tienta al lector de discrepancia o aburrimiento. Debe ser un instrumento para hacer llegar el texto al oyente con toda pureza y fidelidad, y por tanto prescindiendo el lector de sus propios sentimientos o emociones personales.
Es difícil entender un texto si el lector se supedita al texto en sus sentimientos. San Benito subraya aquello  de “escuchar con gusto las lecturas santas” (RB 4,55)
Como escribe Dom Leqlercq el lector debe realizar una lectura acústica, ya que no se comprende sino lo que se escucha.  Aquí, tenemos buenos lectores que lo hacen con claridad y objetividad, lo cual ayuda al crecimiento espiritual.
Los libros de la época de san Benito debían ser fundamentalmente los de la Escritura. A pesar de esto se puede pensar que en cuanto a los temas también estarían los libros a los que hace referencia en capítulo 73 de la Regla, de los que habla san Benito:

“¿qué página o qué palabra de autoridad divina del Antiguo y del Nuevo Testamento no es una norma rectísima de vida humana?”.O bien, “¿qué libro de los Padres católicos no nos adoctrina insistentemente cómo tenemos que correr para llegar a nuestro Creador? Y todavía, las Colaciones de los Padres y la Instituciones, y sus vidas, y la regla de nuestro padre san Basilio, qué son sino instrumentos de  virtud para monjes  de vida santa y obediente?” (RB 73,3-6)

Hoy la amplitud de las publicaciones nos permite escuchar una variedad mayor de lecturas. A lo largo de los años escuchamos toda la Biblia varias veces. También la Regla, y un número de obras diversas. Unas nos pueden agradar más que otras, pero entre todas nos llegan a dar una cantidad impresionante de información sobre temas diversos; pero el hecho de que toda la comunidad escuche, año tras año, las mismas lecturas debe ayudar a crear unidad, aunque luego haya respuestas diversas.

Otro aspecto de la dimensión de la vida monástica benedictina sería:  ¿Qué hemos de leer?
Procuramos a la colación escuchar textos patrísticos o espirituales un poco más profundos que en el refectorio,  ya que la capacidad de concentración es más  elevada. Pero en ambos lugares la lectura nos va llevando hacia la espiritualidad, nos actualiza el magisterio o nos acerca a la biografía de personajes actuales o antiguos de la Iglesia.
El monje es aquel que escucha dispuesto a abrirse para aprender cada día algo más, y enriqueciendo nuestra fe con la lectura de experiencia y estudios de de otros hermanos en la fe de Cristo.
 Al final de nuestra vida habremos conocido muchos libros, algunos nos habrán enriquecido otros los recordaremos.  Y si prestamos atención alguna cosa habremos aprendido o nos habrá sido de `provecho.

domingo, 13 de noviembre de 2016

CAPÍTULO 72 DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES



CAPÍTULO 72

DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Profesión temporal de fray Iurius y fray Lorenzo

Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán
unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. 6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará
lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán  desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Romanos 12

12:1 Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.  12:2 No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta. 12:3 Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.  12:4 Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función,  12:5 así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros.  12:6 De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe;  12:7 o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza;  12:8 el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría.  12:9 El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno.  12:10 Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros.  12:11 En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor;  12:12 gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración;  12:13 compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad.  12:14 Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis.  12:15 Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran.  12:16 Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión. 12:17 No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres.  12:18 Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres.  12:19 No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. 12:20 Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza.  12:21 No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal. 

Queridos fray Iurius y fray Lorenzo:

Hoy os comprometéis con Cristo delante de esta comunidad.
El Señor os pregunta:

“¿quién es el hombre que quiere vivir la vida y desea ver días felices? (R Pro 39),

 y vosotros habéis contestado generosamente: “yo”.

Os comprometéis a buscar a Dios en esta comunidad; y el Señor espera de vosotros que cada día responderéis con hechos a este compromiso que expresáis, prometiendo obediencia, estabilidad, en el monasterio y conversión de costumbres.

Estos votos no son el objetivo primero sino un medio para buscar a Dios en el silencio,, en la soledad, en la plegaria, en el trabajo y en la lectura divina, todo ello en una comunión fraternal.

Lleváis un año largo en el monasterio, habéis podido conocer de cerca nuestra vida; y ya habéis descubierto que es un camino estrecho donde no todos son flores y violetas, y en donde es preciso tener presente el verdadero y único objetivo que es la búsqueda de Dios. Por esto, conscientes de vuestra imperfección, y de la imperfección de la comunidad, a la que os incorporáis, pedís la misericordia de Dios y la nuestra.
“No desesperar nunca de la misericordia de Dios” (R, 4,74) es fundamental para avanzar en este camino estrecho que iniciáis con vuestro compromiso más intenso al hacer los votos por tres años.

Para avanzar os ayudará tener un buen celo, siendo celosos para el oficio divino, para las obediencia y para las humillaciones (R 58,7), pacientes en la tribulación y constantes en la oración, como nos dice la carta a los Romanos. Ya sabéis que tendréis que suportar con paciencia las debilidades físicas y morales de los demás miembros de la comunidad, y nosotros las vuestras. Esto os será más asequible si no buscáis lo que es útil para vosotros, sino mejor lo que es útil a los demás; de este modo es como practicaréis la caridad fraterna y seréis coherentes con la opción de vida  que elegís, así como fieles al mandamiento del Señor de amar a los hermanos como a vosotros mismos,  o como dice la carta a los Romanos, que no os tengáis en más delo que sois.

El Señor os ha escogido; os llama para que le sigáis más de cerca, y vosotros aceptáis caminar bajo sus enseñanzas de una manera perseverante y participando de sus sufrimientos con paciencia, a fin de llegar a compartir su reino, con esta comunidad que os acoge.

Así es la vida del monje: una paciente y activa espera del reino, un caminar día a día hacia  Cristo. San Pablo nos dice que nos debemos dejar transformar y renovar por Dios para poder reconocer su voluntad. Conociéndoos a vosotros mismos llegaréis al temor de Dios y este temor os llevará a amarlo. Temed  a Dios, porque lo amáis por encima de todo, para que llene de sentido vuestra vida.
Prometéis obediencia, lo cual es consagrar vuestra libertad a Dios, reconociendo que sois obra suya, y que deseáis servirlo con la misma obediencia con la que Cristo obedeció al Padre; siendo pobres como Cristo fue pobre, y castos como él lo fue.

En el recinto monástico nuestra vida ha de ser una continua búsqueda de Dios, una peregrinación hacia el reino, en lo cual no estaréis solos. Haréis camino con esta comunidad a la os ligáis por el voto de estabilidad. Esto no significa estar parados, estáticos en vuestra manera de ser o de pensar; sino estar dispuestos para cambiar de costumbres, en un camino de progresivo de acercamiento al Señor. Para hacer este camino confiad en el Señor, no busquéis la salvación solamente en vuestros débiles recursos, en vuestros pensamientos o habilidad, en vuestro talento. Utilizad el don de  Dios para buscarle, confiarle vuestras debilidades, tanto físicas como morales,  y por encima de todo esperando siempre en su misericordia infinita.

Iniciáis una nueva etapa en vuestro camino monástico, más comprometidos con Cristo y con la comunidad, en  lo que tiene de bueno y de menos bueno. Como es. Al contemplarla con sus defectos seguramente surgirá en vosotros la crítica, pero procurad que sea siempre constructiva.
Amando vuestros votos que profesáis con carácter temporal ante el Señor y la comunidad será como encontraréis la alegría y recibiréis la bendición de Dios si perseveráis. El Señor os llama a buscarlo; vosotros habéis dado una respuesta positiva. No olvidéis esto, tenedlo siempre presente. La conversión es una gracia que despierta la conciencia de nuestras deficiencias, y haciendo que a través de una actitud humilde nos encontremos con el Señor. No es sólo una intención, un comportamiento externo para ser evaluado por los demás; es una transformación interior que se refleja día a día en relación con los demás.

Queridos fray Iurius i fray Lorenzo, recibís hoy la Regla, un texto que habéis ido conociendo desde el momento de vuestro ingreso en el monasterio. Si la observáis con fidelidad podéis llegar a la caridad perfecta y uniros más íntimamente a Dios. El núcleo de la Regla y la esencia del monje son la estabilidad, la conversión de costumbres y la obediencia. Si no observáis lo que prometéis mediante vuestra cédula de profesión ante Dios, mostraríais no participar ni confiar en la misericordia de Dios. Pero sabed que el camino es largo, a veces fácil, otras difícil, incluso con tramos peligrosos; no os encojáis, seguid siempre caminando pensando siempre que quien os llama es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre y vencedor de la muerte. Como escribe Elredo de Rieuvaux:

“Es preciso elegirlo por encima de todo, para gozar de él, porque es el origen del amor, y al abrazarlo como que habremos amado perfectamente un bien perfecto, la felicidad será también perfecta”  (Speculum caritatis, Libro III,26).

Calzad las sandalias de la humildad, coged el bastón de la obediencia, el zurrón de la estabilidad, y colocaros el sombrero de la conversión y caminad. La comunidad os ayudará. Ahora os damos la bienvenida y os deseamos un buen camino.

domingo, 6 de noviembre de 2016

CAPÍTULO 24 CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN



CAPÍTULO 24

CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

Según sea la gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo. 2Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada.

Hay diferentes clases de faltas: graves y leves; y  con ambas, pero con diferentes medidas, la penitencia que uno tiene que hacer viene a ser la exclusión del ritmo diario de la comunidad,  permaneciendo solo en la mesa y mudo en la plegaria comunitaria, hasta obtener el perdón con una satisfacción adecuada.
San Benito distingue tres aspectos: la causa, la sanción y los autores. Distingue también el que es culpable y el que impone la sanción, el juez, que es el abad, de quien depende el juicio y la apreciación de la falta.
Para san Benito hay cuatro motivos en el origen de las faltas: la desobediencia, el orgullo, la murmuración y el menosprecio.

¿Consideramos todavía hoy un castigo el dar satisfacción, como dice la Regla, con la exclusión de la mesa común o el apartamiento del oratorio?  Posiblemente lo veamos al contrario: que para más de uno el castigo sería más bien compartir toda una jornada completa con la comunidad.

Ciertamente, la exclusión tiene hoy un significado diferente, que no queda ligado a la culpa, sino a la capacidad de integrarse en un grupo establecido, al cual, sin embargo, nos hemos incorporado voluntariamente, buscando un lugar para responder a la llamada del Señor. La exclusión es el resultado de esta dificultad de integración; el excluido, o ex-comunicado, es aquel que no puede o no quiere seguir las mínimas normas comunes y el ritmo de la vida del grupo que eligió para buscar a  Dios.
En cambio, para san Benito, la exclusión va unida a la culpa, y debe ser proporcionada a ella. Hoy, incluso en faltas graves, la sanción se consensua con quien hizo la falta, de manera que más bien es el afectado quien pide, por ejemplo, dejar la comunidad un tiempo concreto.
Pero hay otra forma más evidente, frecuente y extendida de exclusión, es cuando nosotros mismos nos la aplicamos. Pero seguro que nunca con la idea de ex-comunicarnos o sancionarnos por las faltas cometidas.  Más bien  nuestra actitud de alejarnos es la actitud de quien dice: “Ya se arreglaran”, a mí que me dejen tranquilo y no me mareen.
 Nos ex-comunicamos, de hecho, de pensamiento, palabra, obra y omisión. De pensamiento cuando nos formamos nuestro propio mundo, a nuestra medida, y  que poco a poco no tiene nada que ver con el origen de nuestra vocación. Lo hacemos de palabra cuando caemos en lo que san Benito reprueba con frecuencia, como es la murmuración. Lo hacemos de obra con las grandes o pequeños detalles de cada día. Y de omisión cuando nos excluimos de tantos actos comunitarios como la plegaria, la recreación o la mesa.  Y de esta manera, de hecho rompemos los votos que hicimos delante de Dios, y no a un superior concreto. Esto supone también un romper con la comunidad, y montarnos una vocación idiorítmica, o al nuestro gusto.  Y claro, siempre encontraremos justificaciones, pero si hemos de ser sinceros, cada uno sabe lo que puede y no puede hacer; lo que ha de hacer y no ha de hacer; somos nosotros nuestros mejores jueces.

San Carlos Borromeo, nos decía esta semana en Maitines:

“todos somos débiles, pero Dios nos da medios, mediante los cuales, si queremos, nos pueden ayudar… ¿Quieres que te enseñe como progresaras en la virtud, y si en oficio coral has estado atento, cómo puedes progresar en él, y tu ofrenda será más aceptable al Señor?  Escucha lo que te digo: si en ti ya tienes encendida una pequeña llama de amor a Dios, no quieras exhibirla enseguida, no la expongas al viento; cierra el horno para que no se enfríe, apártate en la medida que puedas de las distracciones, mantente unido a Dios y evita las palabras inútiles…, si cantas en el coro, medita lo que dices y a quien lo dices… De esta manera podemos vencer fácilmente las incontables dificultades que experimentamos cada día, que son inevitables por el hecho que estamos en medio de ellas, y tendremos fuerzas para engendra  a Cristo en nuestra vida y en la de los demás”. (Sermón del Sínodo)

Poner en  la plegaria, en la lectura de la Palabra y en el trabajo todo nuestro pensamiento, nuestras palabras y nuestras obras, en una palabra: poner los cinco sentidos.
Todos los miembros de la comunidad, desde el abad hasta el novicio, somos responsables de la comunidad  para caminar con la vitalidad y el dinamismo de la Regla. La rutina de la vida monástica nos da la posibilidad de poner nuestra voluntad bajo la guía del Espíritu.

Para superar nuestros egoísmos, para aprender a identificar nuestros intereses, y a nosotros mismos, en la vida de la comunidad, hemos de acostumbrarnos a no considerar nuestros intereses privados en oposición a los comunitarios. Como plantea san Bernardo es la liberación de la persona mediante su plena y madura  participación en la vida común, a través de la oblación de uno mismo, con un carácter martirial, es decir, con el testimonio den nuestra vida, aquella que ofrecimos al Señor depositándola  sobre el altar el día de la profesión.

Hemos recibido un regalo, un don de Dios: nuestra vocación. Un talento para ocultarlo sino para ponerlo a trabajar; una semilla para sembrar. En nuestras manos está el hacerla rendir, hacerla crecer.