domingo, 12 de marzo de 2017

CAPÍTULO 65 EL PRIOR DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 65

EL PRIOR  DEL  MONASTERIO

Ocurre con frecuencia que por la institución del prepósito se originan graves escándalos en los monasterios. 2 Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de soberbia, y, creyéndose segundos abades, usurpan el poder, fomentan conflictos y crean la disensión en las comunidades, 2 especialmente en aquellos monasterios en los que el prepósito ha sido ordenado por el mismo obispo y por los mismos abades que ordenan al abad. 4 Fácilmente se puede comprender lo absurdo que resulta todo esto cuando  desde el comienzo su misma institución como prepósito es la causa de su engreimiento, 5 porque le sugiere el pensamiento de que está exento de la autoridad del abad, 6  diciéndose a sí mismo: «Tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad». 7 De aquí nacen envidias, altercados, calumnias, rivalidades, discordias desórdenes. 8 Y así, mientras el abad y el prepósito sostienen criterios opuestos, es inevitable que peligren las almas por semejante discordia 9 y que sus subordinados vayan hacia su perdición, adulando a una parte o a la otra. 10 La responsabilidad de esta peligrosa desgracia recae, en primer término, sobre los que la provocaron, como autores de tan gran desorden. 11 Por eso, nosotros hemos creído oportuno, para mantener la paz y la caridad, que el abad determine con su criterio la organización de su propio  monasterio. 12 Y, si es posible, organice por medio de los decanos, como anteriormente lo hemos establecido, todos los servicios del monasterio, 13 pues, siendo varios los encargados, ninguno se engreirá. 14 Si el lugar exige, y la comunidad lo pide razonablemente con humildad, y el abad lo cree conveniente, 15 el mismo abad instituirá a su prepósito con el consejo de los hermanos temerosos de Dios. 16 Este prepósito, sin embargo, ejecutará respetuosamente lo que el abad le ordene, y nunca hará nada contra la voluntad o el mandato del abad, 17 pues cuanto más encumbrado esté sobre los demás, con mayor celo debe observar las prescripciones de la regla. 18 Si el prepósito resulta ser un relajado, o se ensoberbece alucinado por su propia hinchazón, o se comprueba que menosprecia la regla, será amonestado verbalmente hasta cuatro veces. 19 Si no se enmendare, se le aplicarán las sanciones que establece la regla. 20 Y, si no se corrige, se le destituirá de su cargo de prepósito y en su lugar se pondrá a otro que sea digno. 21 Pero, si después no se mantiene dentro de la comunidad tranquilo en la obediencia, sea incluso expulsado del monasterio. 22 Mas piense el abad que rendirá cuentas a Dios de todas sus disposiciones, no sea que deje abrasar su alma por la pasión de la envidia o de los celos.

Una de las preocupaciones de san Benito es la división de la comunidad. De la lectura de la Regla se desprende que san Benito cree que en todo hombre hay la tentación de dividir y destruir. Analiza las causas, el mecanismo, el método y las consecuencias. 

Las consecuencias son bien visibles: celos, murmuraciones, rivalidades, disensiones y desorden. Los métodos pueden ser bastante banales, como atribuirse un poder que no se tiene, sustraerse a la autoridad a quien se ha prometido obediencia, la displicencia, murmurando y criticando… las causas son bastante más difíciles de discernir, y que vendrían a estar en la inflación por un espíritu maligno de orgullo, arrogándose un poder tiránico y fomentando escándalos y discordias en la comunidad. El origen del mal que nos puede afectar, y de donde surgen otros más, es trazar una frontera invisible en nuestro corazón que nos cierre a los hermanos.

El objetivo que debemos tener es el mantenimiento de la paz y de la caridad. Pero, ¿qué entendemos por paz y por caridad?  A menudo imaginamos que la ausencia de conflictos es signo de paz; pero también puede ser el resultado de actitudes, como evitar  cruzarnos, hablarnos, mirarnos, en una palabra: ignorarnos.

La paz presupone siempre un esfuerzo personal que a menudo no estamos dispuestos a llevar a cabo, o que solamente queremos cuando, egoístamente, nos favorece. En los primeros capítulos de la Regla, san Benito establece la estructura de la comunidad monástica basada en la responsabilidad del superior asistido por los decanos y el mayordomo.

En este capítulo habla del prior de modo apasionado, y diferente de los capítulos anteriores, y con frases sorprendentes. Puede parecer a simple vista que san Benito no llegó a tener una experiencia muy gratificante con sus priores. Es una institución, sin embargo, necesaria, cuando el abad tiene que ausentarse con frecuencia. Entonces el papel del prior deviene importante; pero incluso cuando está presente el abad en la comunidad, el prior debe ser el primer consejero en todas las tareas.  Su rol puede varias, dependiendo de las respectivas personalidades de abad y prior, pero siempre la conexión entre ambos será algo fundamental.

Lo que san Benito observa en la práctica, durante su época,, sobre todo en los monasterios del sur de  Italia, donde la autoridad eclesiástica además de nombrar al abad, designaba también al prior, que ello era una realidad “absurda”, -es la palabra que utiliza- y además susceptible de crear divisiones en la comunidad.  Si el abad y el prior no están unidos, si no actúan en armonía, su servicio se pone en peligro, y también la vida de la comunidad.

El deseo de poder es una tentación innata en la naturaleza humana. Los mismos Apóstoles discutían entre ellos quien sería el más grande en el Reino; por tanto no es sorprendente que ocurra lo mismo en una comunidad monástica. San Benito nos pone de relieve la necesidad de evitarlo. Por tanto, él prefiere  el sistema de decanos, que, ciertamente, no tendrá mucho éxito en la tradición monástica después de él. A pesar de ello, sí que acepta que el abad sea asistido por un prior, lo que vendrá a ser algo común en el monacato benedictino, pero con la condición de que sea elegido por el mismo abad después de escuchar a los hermanos temerosos de Dios.

En este largo capítulo san Benito da recomendaciones concretas y precisas al prior sobre la manera de cumplir un servicio fiel, obediente y humilde, advirtiendo sobre cualquier tentación o celosía.

Un capítulo, éste, que se podría titular: “la unidad de la comunidad”, pues de esta unidad habla de manera expresa. Y esto es muy importante, porque no hay verdadera comunidad sin unidad, siempre por construir y mantener; y siempre amenazada por nuestros egoísmos. El miedo que fundamentalmente manifiesta san Benito es que se formen grupos en la comunidad. Y de hecho cuando eso sucede, las cosas dejan de funcionar y la cualidad de la vida se resiente o incluso desaparece. El modelo de nuestras comunidades continúa siendo el de la comunidad primitiva de Jerusalén, donde la multitud de hermanos y hermanas tenían un solo corazón y una sola alma, aunque no con ausencia de conflictos internos. Se trata de una unidad que no niega la diversidad, ni las características y dones propios de los monjes. Ciertamente, hemos venido al monasterio para buscar a Dios, pero en nuestra mochila personal llevamos lo que es propio del corazón humano: rivalidades, deseos de poder, notoriedad, vanidad, orgullo… nuestros defectos de fábrica.  La eterna lucha de nuestra humanidad herida, a la que no podemos dejar la última palabra, que siempre la debemos buscar en el mismo Dios, escuchando su palabra como luz para nuestras debilidades, oscuridades y tentaciones.

Mirad qué fácil es murmurar y criticar: la última semana visité las Carmelitas Descalzas de Tarragona. Una de ellas me dio un texto publicado en el Boletín “Pax et Bonum” de la provincia franciscana de Bruselas, de Abril de 1988. El texto con un tono irónico habla de los superiores y dice:

“El superior es todo aquel que, por su cargo, ejerce la autoridad sobre un grupo determinado, o sobre una comunidad. Todos los “inferiores” están obligados a temerlo, respetarlo y obedecerlo. A pesar de eso, si habla con claridad, se dice de él que es un dictador; pero si pide consejo que es un ineficaz. Si muestra un buen humor, es que se quiere hacer el interesante, si es lo contario se hace insoportable. Si ven que quiere poner orden, entonces es demasiado severo; pero si tolera el desorden es que no tiene carácter. Si es humorista, es poco intelectual; pero si le falta sentido del humor es un creído. Si resulta fácil el trato con él deviene un político; en caso contrario se le considera un inepto. Si da su  opinión, se lo miran de costado, pero si es reflexivo y prudente es un indeciso. Si cede es demasiado suave, peros si manifiesta una convicción le falta delicadeza. Si quiere mejorar la comunidad, es un idealista incurable, pero si deja hacer se le acusará de fracasado. Por ello el superior ha de tener estas cualidades: la formación de un rector de universidad, la competencia de un banquero, la humildad de un santo, la facilidad de adaptación de un camaleón, la esperanza de un optimista, el valor y la virtud de un héroe, la astucia de una serpiente, la sencillez y la dulzura de una paloma, la paciencia de Job, la gracia de Dios y la perseverancia del diablo. Y si le falta alguna de estas cualidades orad por él”

Como diría san Benito cuesta poco ver lo absurdo que es criticar por criticar,  cuando la envidia o los celos corroen nuestra alma. Como nos decía en una lectura de Maitines esta semana san Asterio de Amasia:

“Imitemos el estilo del Señor en su manera de hacer, meditemos los Evangelios, contemplando aquí, como en un espejo, su ejemplo de diligencia y de benignidad, y aprenderemos a fondo en nuestro camino monástico”.



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