domingo, 19 de marzo de 2017

CAPÍTULO 72 DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES





CAPÍTULO 72

DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales.6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán  desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Este capítulo viene a ser una síntesis doctrinal de toda la Regla, y también debería ser el hilo conductor de toda nuestra vida de monjes, es decir de acuerdo a la voluntad del Señor. Así se sugiere en el Prólogo de cara a alcanzar la caridad perfecta.

La caridad en el día a día debe ser la medida de nuestra relación con Dios y con los otros. No exigir nada a cambio de nuestra caridad, ni a Dios ni a los demás; prefiriendo el olvido de sí mismo de nuestras propias necesidades o caprichos ante las necesidades de los otros.; llegando de este modo a la plenitud de la caridad con un amor humilde y sincero hacia los hermanos, por encima de nuestro espíritu, a veces mezquino o contestatario.

Fijos los ojos en este objetivo asumiremos los sufrimientos propios de nuestra condición humana y  gozaremos de la paz y gozo en lo íntimo de nuestro corazón, no prefiriendo nada sino a Cristo. Necesitamos ser celosos, con el celo que aleja de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Celosos para la asistencia y la puntualidad al Oficio divino, con aquel celo que san Benito pide para el monje encargado de dar la señal para que todo se haga a la hora correspondiente. (R 47)

Celosos por el Oficio divino, por la obediencia, por las humillaciones, como se pide para entrar en la comunidad (R 58). Celosos por el celo de Dios y con la intención pura para no caer en desórdenes. (R64)  Celosos con aquel buen celo que hizo que Jesús arremetiese en el templo contra aquellos que habían hecho de la casa del Padre un lugar de mercado.

Pero también hay un celo malo que consume y no deja vivir, que no aleja de Dios y de los hermanos, y que como dice san Benito nos lleva hacia el infierno; a nuestro propio infierno, donde somos nosotros los que cargamos y avivamos el fuego que, lentamente, va consumiendo nuestra vocación con nuestro egoísmo, nuestra insolidaridad y la cobardía para afrontar nuestro compromiso con Dios y la comunidad, con sinceridad y honradez. Un infierno particular que nos puede llevar a hacer también un infierno para los otros, hasta llegar a creernos víctimas de persecución cuando escuchamos cualquier cosa que se diga y que interpretamos como contraria a nuestra voluntad, y que no viene a ser otra cosa que la muestra de nuestro empobrecimiento espiritual.

Es el celo de Santiago y Juan, que al ser rechazados en un pueblo de samaritanos piden al Señor que haga bajar fuego del cielo y los consuma, por no acogerlos. Pero conviene recordar la reacción de Jesús que los riñe y marchan a otro pueblo. (Lc 9,54)

La raíz del celo malo también puede tener un origen legítimo, al haber estado víctimas de una injusticia o del desamor  de la comunidad; sino sublimamos la situación concreta que nos provoca amargura  corremos el riesgo de ir apartándonos de la comunidad y cerrarnos en nosotros mismos.

¿Dónde arraigan el buen celo y el mal celo? Escribe el abad  Sighard Kleiner que el monje es como un árbol plantado junto a la corriente de agua, cuyas hojas no se secan y dan fruto a su tiempo. Vayamos con cuidado de no cortar el agua y ser la causa de que sequen las raíces. Como el árbol, los monjes hemos de crecer absorbiendo la gracia del Espíritu, para dar frutos de caridad, de gozo y de paz.; frutos, en una palabra de todas las virtudes..Somos como árboles plantados en un jardín cerrado que es el monasterio, donde debemos dejar que nos envuelva el espíritu de la Regla, tomando como modelos los instrumentos de las buenas obras (R 4)

La observancia fiel nos permite llegar a un estado donde sin dejar  de ser conscientes de nuestras acciones, dejemos lugar a la acción del Espíritu, que es el estado del buen celo.
Ciertamente nuestra fidelidad conoce eclipses, nuestra vocación se debilita en ocasiones, y nos tientan las distracciones. Corremos siempre el riesgo de que nuestra vocación se debilite.

Nos dice san  Juan Crisóstomo que conservar es más admirable que crear, porque conservar es luchar contra la tendencia de volver a la nada, lo cual es ya importante y admirable. No debemos dejar arrastrarnos fuera del domino de la Regla, si nos dedicamos a seguir el camino que san Benito nos propone con decisión y fidelidad, y nuestra alma se sentirá llamada a las profundidades del amor del Espíritu, lazo del Padre y del Hijo, y no dejará de donar fruto a su tiempo, el fruto de la vida .

Dejemos que el agua del Evangelio impregne las raíces de nuestra vocación, no cerremos las puertas de nuestro corazón a la Palabra de Dios y el mismo ritmo de la vida monástica nos ayudará a mantener el equilibrio entre plegaria y trabajo.

El objetivo no es tanto identificarnos con Cristo, tratando de imitarlo, es decir de actuar como lo haría él en nuestra situación, sino reconocerlo en los que ha escogido para identificarse. Ver Cristo en el Abad, en el sacristán, en el prior, en el portero, en el hospedero, en el enfermo…, es decir en cada uno de nuestros hermanos, especialmente en aquellos que más sufren, y también en los huéspedes y en os se acercan al monasterio.

Es este capítulo san Benito nos muestra que la espiritualidad que nos transmite la Regla es una solicitud hacia los demás con un amor de Dios superior al que podemos sentir por nosotros mismos. Estar a la escucha de la Palabra en todos los momentos y aspectos de la vida, pero sobre todo allí donde no es más costoso, como puede ser la relación con los demás.

San Benito al final de la Regla nos plantea un viaje de retorno al prólogo, aprender a escuchar a Dios en nuestra vida simple, incierta y a veces incomprensible. El celo amargo nos ciega y hace sordos; el buen celo nos compromete con Cristo y con los hermanos y nos proyecta a buscar a Dios de manera permanente.

La regla no nos  promete que observándola lograremos la felicidad, sino que hará estar pendientes de la voluntad de Dios; el equilibrio de la  Regla hace posible un camino tranquilo hacia Dios, donde la plegaria, arraigada en la Palabra es luz para nuestros pasos. De la Parente monotonía y cotidianidad podemos hacer un medio que nos lleve a descubrir la plenitud de la vida. Esta en nuestras manos que este camino sencillo vivido con coherencia y profundidad nos vaya transformando poco a poco la vida.

La Cuaresma es un tiempo de conversión, de camino, nos ofrece cada año unos días privilegiados para el camino, para dedicarnos más intensamente a buscar a Dios. Preparémonos para la Pascua con intensidad, como si fuera la primera que vivimos o la última que viviremos, en una espera esperanzada.  

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