domingo, 18 de junio de 2017

CAPÍTULO 69 NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO



CAPÍTULO 69
              
NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO
EN EL MONASTERIO

Debe evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso de que les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con gran severidad.

Este capítulo y el siguiente de la Regla se atribuyen en exclusiva a San Benito. Forman parte de una sección que comienza sobre lugar en la comunidad y acaba con los dos bellos capítulos sobre la obediencia mutua y el buen celo. Por lo tanto debemos ver aquí una advertencia contra dos posibles desviaciones: por defecto y por exceso de la caridad y la amistad y no un rechazo de éstas. El monje no deja de ser un hombre como otro cualquiera, y la vida comunitaria nos lleva a vivir nuestra afectividad de manera poco convencional, y corremos el riesgo de caer en desviaciones. Los tratados sobre aspectos psicológicos de la vida en común nos alertan acerca de maneras de vivir las relaciones personales que no son sanas. La necesidad de una afectividad nos puede llevar a buscar constantemente o de forma más o menos habitual el reconocimiento del otro.

Nos puede suceder que cuando hacemos algo busquemos de manera más o menos conscientes complicidades que halaguen nuestro “yo”. Las relaciones entre nosotros han de ser siempre libres, no fundamentarse en la prepotencia de una parte o en la sumisión por otra, sino una relación entre iguales, pero no orientada a satisfacer nuestro egoísmo, sino a enriquecernos mutuamente. En uno u otro momento todo corremos el riesgo de esa dependencia, ya sea por compartir tareas, ser semejantes en un punto de vida comunitaria, o incluso llegar a ser lo único que nos una, Dios no lo permita, hasta venir a ser un pesimismo apocalíptico que nos sentimos llamados a predicar

Escribe Alejandro Manenti que si necesitamos constantemente la sonrisa de la madre para ir adelante no nos será fácil aceptar el mensaje de la cruz. Y destaca tres puntos en la verdadera amistad:  1) la finalidad que ha de ser la de estimular una mayor comunión con Dios. 2) el medio, que es la renuncia a la gratificación de aquellas cosas que nos entorpecen el camino hacia Dios. 3)  el discernimiento entre los fines y los medios, es decir saber si los medios nos acercan o nos alejan de nuestro horizonte, que es la búsqueda de  Dios en el monasterio. A lo largo de la regla san Benito nos muestra que la comunidad se ha de apoyar en vínculos de comunión, en el amor y afecto entre hermanos, y entre ellos y el abad. Alguno podría tener más fidelidad a sus compromisos personales que no a los que ha asumido libremente en la comunidad. Puede suceder que un hermano tenga un afecto excesivo o mal orientado hacia otro que le defensa frente a la comunidad. Si una amistad es madura y las personas adultas son independientes y saben mirar objetivamente las soluciones en la que está inmersa la otra persona, entonces, si la otra persona necesita una corrección, estaremos afligidos `por lo que comporta esta situación, pero nos alegrará a la vez, porque de le da la oportunidad de un crecimiento  humano y espiritual. Cuando una amistad no es realmente adulta, lleva a una especie de fusión emocional, más que a una relación entre dos individuos autónomos. Entonces hay una distancia crítica y todo lo que sucede de doloroso al amigo se percibe como un ataque personal. Entonces, la persona al sentirse amenazada por lo que le sucede al otro puede llevarlo a defenderlo en contra de la comunidad. Si estos lazos emocionales no tienen la suficiente madurez y se unen a un grupo de hermanos, nacen grupos de presión que pueden acabar con una vida comunitaria.

San Benito parece haber experimentado este tipo de situaciones, y por ello advierte acerca de este tipo de desviaciones que desvían de la verdadera amistad. Se refiere también a los lazos familiares, pues pertenecemos a familias. Primero está el círculo familiar donde nacemos. Después está la familia más extensa, con los parientes más próximos. El grupo social, étnico o nacional, al que también pertenecemos. Una comunidad monástica no es de hecho una familia, ni una comunidad de comunidades, es un orden monástico, un tipo diferente de familia, aunque hoy hablemos de la gran familia cisterciense, carmelita, franciscana o cartujana… Incluso Pablo VI llamó la gran “familia de las naciones” a la comunidad humana. 

El mensaje del Evangelio es que la intensidad de la comunión dentro de una comunidad esta en estrecha relación a la capacidad de abrirse a los otros. Cada vez que un grupo humano, sea una pareja, una familia, una comunidad o una nación se cierra sobre sí misma de forma egoísta, los conflictos internos se vuelven ingobernables y pueden llevar a la desintegración del grupo.  Por el contrario, cada vez que un grupo humano está abierto a la comunión con Cristo y los otros grupos y hay un compromiso de un proyecto común, con más facilidad se pueden afrontar los problemas internos. La comunidad monástica no se basa en lazos familiares, de amistad, de pertenencia social o étnica, sino en la pertenencia a Cristo que supera toda frontera humana y todo egoísmo personal. Olvidar esto puede suscitar graves dificultades en la comunidad, y que viene a suceder cuando rechazamos el reconocimiento de nuestra precariedad e indigencia moral y humana. Y una de estas formas está en el formar parejas o grupos de amigos… Nadie estamos libres de este riesgo, somos humanos y tenemos más afinidades con unos que con otros. Por ejemplo, no falta quien mira la lista de servicios o de vacaciones con el recelo de con quién le puede tocar. La unidad de la comunidad es frágil y es peligroso hacerla tambalear. Se ha visto en esta misma casa a lo largo de los años, cuando se han puesto por encima amistades, afinidades personales….  Para venir a acabar en un abandono de la vida monástica regular y hacerse una comunidad a la medida. Este punto, como otros, está en nuestras manos, y nos pide un esfuerzo i trabajo para mantener día a día nuestra comunidad…

“soportándonos con paciencia las debilidades, tanto físicas como morales, no buscando aquello que nos parezca útil a nosotros, sino que lo sea para los demás; practicando desinteresadamente la caridad fraterna, temiendo a Dios con amor, no anteponiendo absolutamente nada a Cristo”. (cf  RB 72,5-11 

   



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