domingo, 24 de septiembre de 2017

CAPÍTULO 73 NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN.

CAPÍTULO 73

NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN.

Hemos esbozado esta regla para que, observándola en los monasterios, demos pruebas, al menos, de alguna honestidad de costumbres o de un principio de vida monástica. 2 Mas el que tenga prisa por llegar a una perfección de vida, tiene a su disposición las enseñanzas de los Santos Padres, que, si se ponen en práctica, llevan al hombre hasta la perfección. 3 Porque efectivamente, ¿hay alguna página o palabra inspirada por Dios en el Antiguo o en el Nuevo Testamento que no sea una norma rectísima para la vida del hombre? 4 ¿O es que hay algún libro de los Santos Padres católicos que no nos repita constantemente que vayamos por el camino recto hacia el Creador? 5 Ahí están las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, y también la Regla de nuestro Padre San Basilio. 6 ¿Qué otra cosa son sino medios para llegar a la virtud de los monjes obedientes y de vida santa? 7 Mas para nosotros, que somos perezosos, relajados y negligentes, son un motivo de vergüenza y confusión. 8 Tú, pues, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, 9 y así llegarás finalmente,  con la protección de Dios, a las cumbres más altas de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén.

Acaba la Regla y comienza nuestra responsabilidad para vivirla. San Benito nos da una serie de consejos para alcanzar una honestidad de costumbres y un comienzo de vida. Siempre seremos aprendices, pues para eso estamos en la escuela, en la Escuela del Servicio Divino. Cada uno de nosotros somos este “tu” a quien habla san Benito; venimos al monasterio para esforzarnos en llegar a la patria celestial, cumpliendo con la ayuda de Cristo esta mínima Regla que san Benito ha redactado como un comienzo. Es preciso ponerse en camino y no dejar de caminar, para poder llegar, con la protección de Dios, a las cumbres más elevadas de doctrina y de virtudes que nos recuerda san Benito.

Llegados al final del texto de esta lectura que hacemos en comunidad cuatro veces al año, y que al escucharla nos hace enrojecer de vergüenza en ocasiones, cuando somos conscientes de nuestra negligencia en su cumplimiento. ¡Y solo es un comienzo de vida monástica!

San Benito nos conoce mejor que nosotros mismos; nos sabe perezosos, negligentes, que la vivimos mal, que somos motivo de confusión y vergüenza para otros. Nos conoce como el Apóstol cuando dice: “os he dado leche, y no comida sólida, porque no la habríais podido asimilar. De hecho, tampoco ahora podéis” (1Co 3,2)

La Regla es como la leche para el niño, porque hay un manjar sólido, anuncia san Benito, que no podemos deglutir, un camino superior para llegar a la perfección de la vida monástica que cuesta asimilar, y que nos enseñan los Santos Padres católicos, las  Colaciones y las instituciones. San Benito se refiere a Casiano, aunque no lo nombre, la Regla de san Basilio y por encima de todo la Sagrada Escritura, norma rectísima de vida humana, en cada una de sus palabras y de sus páginas.  Solamente para la Escritura emplea san Benito la palabra norma, y habla como una norma perfecta de vida humana. No solo de vida monástica o cristiana sino de la misma vida humana. Lo escuchábamos en la lectura del texto del P. Lorenzo Maté, abad de Silos, durante la cena: “La regla se reconoce como una mínima regla de iniciación (RB 73,8), es decir un manual para principiantes, pero que tiende a formar personas avanzadas y perfectas, y asegurar a los discípulos la entrada en la vida teórica, es decir, en la contemplación divina”.

Algunos atribuyen la frase a san Buenaventura, otros a una antigua canción medieval, aquella que nos dice: Bernardus valles, montes Benedictinus amabat. La podríamos aplicar en otro sentido figurado. Los primeros cistercienses al buscar más austeridad y un programa espiritual más equilibrado, empezaron a hablar de la pureza de la Regla, de ser fieles al espíritu de la Regla, de bajar de la montaña del idealismo al plano de la vida de cada día. Pues la Regla tiene dos aspectos fundamentales: por una parte, la letra, las prescripciones detalladas, y, por otra, el espíritu, los valores evangélicos que recoge, ya que a lo largo de todo el texto se hace evidente el profundo conocimiento de la Escritura por parte de san Benito, y que es su constante y verdadera fuente de inspiración. El espíritu de la Regla es en último término la acción del Espíritu Santo sobre cada uno de nosotros, y debemos reconocer que el Espíritu tiene trabajo en nuestras vidas para poder actuar.

Escuchábamos ayer en la cena que nos decía el P. Lorenzo Maté: “la contemplación de grandes personajes espirituales como Bernardo de Claravall, Guillermo de Saint Thierry, Guerric de Igny y muchos otros es la consecuencia lógica de la observancia rigurosa de las prácticas de la Regla; y, a la vez la contemplación se sitúa en la Regla, prolongándola y cumpliéndola, algo semejante como sucede con el Nuevo Testamento que prolonga y lleva a término el Antiguo.

San Benito nos ofrece un programa de vida coherente y sociológicamente verificable, caracterizado por un triple camino: las observancias monásticas de la plegaria y el trabajo, la disciplina mental de la lectio divina y la humildad de corazón. Todo lo demás, como el servicio abacial, el noviciado o los diversos oficios y normas para la vida diaria, son consecuencia y están al servicio de estas disciplinas fundamentales. La Regla no es un código legal cerrado, ni un documento simplemente exhortativo. Es un texto que nos pide una constante fidelidad a su espíritu, nos pide crecer, discernir, avanzar, aprender. El monaquismo benedictino y cisterciense, de entre los valores contenidos en el Evangelio hay algunos a los que se presta una atención especial y que definen la vida del monje como un camino particular de vida cristiana. Por esto, nuestra vida no debe ser solamente una buena observancia, sino también una conversión total a Cristo, una tarea de cada día. Escribía san Bernardo a los monjes de Aulps: “Obrar bien y considerarse como inútiles… para mí esta virtud vale más que todos los largos ayunos, las vigilias nocturnas y cualquier otro ejercicio corporal”.

En este capítulo, san Benito resume muy bien su concepción de la vida monástica. Para él no consiste en observar unas normas y practicar unos ejercicios ascéticos, sino que nos lancemos a recorrer con toda energía hacia el objetivo de la vida cristiana, que es la perfección de la caridad. La Regla no tiene otro propósito que proporcionar orientación para este viaje. Con una simplicidad y una sinceridad que no es una falsa humildad. San Benito nos dice que es una Regla de principiantes, pero no para unos principiantes cualquiera. Nos quiere principiantes con una actitud concreta y comprometida hacia la Regla, como expresión rica, equilibrada y adaptada de una tradición espiritual, que nunca puede ser reflejada en un texto, por fiel y rico que sea.

Este capítulo, que concluye la Regla, nos permite dar una ojeada global a como san Benito considera la vida monástica. En primer lugar, el monje ha de ser muy humano, equilibrado y desear vivir en plenitud. Hemos de ser de los que al sentir decir que Dios dice: “Quien es el hombre que estima la vida y desea ver días felices”, repongamos convencidos: “Yo” (Pro 15-16).  Y para alcanzar este objetivo tenemos fundamentalmente la Palabra. El monje es un hombre que por la Escritura recibe ahora y aquí, en la lectio divina y en la liturgia, la revelación y el mensaje de Cristo. Por lo tanto, somos unos cristianos que nos debemos esforzar por hallar en el Evangelio toda la enseñanza que necesitamos para vivir como monjes. La Regla de san Benito es una interpretación del Evangelio, marcada por la sabiduría y aplicada a un contexto cultural específico. Con ayuda de la Regla, hemos de volver constantemente siempre al Evangelio y, como san Benito, buscar, aquí y ahora, una actitud espiritual como la suya. Éste nuestro reto permanente como cristianos, como monjes, y como comunidad, como miembros del Orden y de la Iglesia.

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