domingo, 29 de octubre de 2017

CAPÍTULO 16 CÓMO SE CELEBRARAN LOS OFICIOS DIVINOS DURANTE EL DÍA

CAPÍTULO 16

CÓMO SE CELEBRARAN LOS OFICIOS DIVINOS DURANTE EL DÍA

Como dice el profeta: «Siete veces al día te alabo». 2Cumpliremos este sagrado número de siete si realizamos las obligaciones de nuestro servicio a las horas de laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, "porque de estas horas diurnas dijo el salmista: «Siete veces al día te alabo». 3Y, refiriéndose a las vigilias nocturnas, dijo el mismo profeta: «A media noche me levanto para darte gracias». 5Por tanto, tributemos las alabanzas a nuestro Creador en estas horas «por sus juicios llenos de justicia», o sea, a laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, y levantémonos a la noche para alabarle.

“Te alabo siete veces al día porque son justas tus decisiones (Sal 119, 164),  nos dice el salmista. El Oficio Divino es la manifestación más evidente de la vida comunitaria, de un grupo de hombres o de mujeres que, libremente, han optado por una vida de plegaria y de trabajo, alimentada por la Palabra de Dios, y centrada en la presencia de Cristo. Una plegaria que tiene su sentido más profundo en la alabanza a Dios.  Nos dice el documento
Perfectae Caritatis:
En los Institutos destinados a la contemplación, o sea en aquellos donde sus miembros solamente se dedican a Dios en la soledad, y el silencio, en la oración asidua y en una generosa penitencia, ocupan siempre…., un lugar eminente en el Cuerpo Místico de Cristo, en el cual no todos sus miembros tienen la misma función. En efecto, ofrecen a Dios un eximio sacrificio de alabanza, ilustran al Pueblo de Dios con frutos ubérrimos de santidad y lo edifican con su ejemplo e incluso contribuyen a su desarrollo con una misteriosa fecundidad. De esta manera son gozo para la Iglesia y fuente de gracias celestiales para ella”.  (PC 7)

La presencia de cada monje en el Oficio Divino forma parte del cumplimiento de los votos hechos y depositados sobre el altar el día de nuestra profesión, significando así la ofrenda de nuestra vida al Señor. Una vida, la nuestra, de búsqueda de Dios, que vamos desarrollando a lo largo de toda nuestra jornada con el Oficio Divino, el trabajo, y el contacto con la Palabra. El Concilio Vaticano II subrayará dos aspectos importantes de la Liturgia de las Horas: en primer lugar la autenticidad de las horas, es decir la santificación del correspondiente periodo del día o de la noche, lo cual no contradice la idea de Cristo como señor del tiempo y de la eternidad, por lo cual el tiempo cronológico viene a ser tiempo cristológico. Por otro lado, el Concilio destaca la diversidad de las horas litúrgicas dando una importancia especial a Laudes, Vísperas y, sobre todo, a Maitines, por su naturaleza más contemplativa.

“Te alabo siete veces al día, porque son justas tus decisiones (Sal 119,164). El número siete es muy significativo a lo largo de toda la Escritura. Dios crea el mundo en seis días y el séptimo descansó; el primer día de la semana crea la luz, y el séptimo descansa, viendo que todo lo que había hecho era muy bueno.
También Cristo, el último día de la semana, el sábado descansó en la tumba, y el primer día, de madrugada, en plena noche, hizo de la oscuridad luz, creando de nuevo la luz, una luz que ya nunca se apagará. Nuestra plegaria recorre también este ciclo de la creación del mundo y de la vida eterna. Nos se trata de episodios aislados sino del conjunto de la historia de la salvación. El misterio pascual lo incluye todo; no alcanza solo a la muerte y resurrección de Jesús, sino también a la efusión del Espíritu Santo. Todos juntos constituyen un único acontecimiento mediante el cual Jesús como hombre asume plenamente y ejerce a favor nuestro sus funciones como Señor e Hijo de Dios. También hemos de tener presente que en la Iglesia es el mismo Cristo quien nos lleva a la plenitud de su presencia siempre actual, y nos asocia a su propia alabanza y a su intercesión. El Oficio Divino es, tanto como la Eucaristía, un memorial del misterio de Cristo, una actualización de la Historia de la Salvación que comienza y acaba con Cristo. Por eso,  san Benito nos dice que si creemos que Dios está presente en todas partes, lo hemos de creer de manera especial cuando participamos del Oficio  Divino (cfr  RB 19,1-2); por eso no podemos anteponer nada (cfr RB 43,3). Por eso, el Oficio Divino comienza dirigiendo la mirada hacia el altar y con la señal hacemos el signo de la cruz, para destacar este carácter cristocéntrico de la plegaria.

El carácter pascual del Oficio Divino encuentra su expresión más positiva en Maitines. En la oscuridad esperamos la luz. Nos recuerda que antes de que Dios creara la luz estaba la tiniebla, y nos recuerda especialmente  a Cristo, porque la luz de la Resurrección es la victoria sobre sobre las tinieblas de la muerte, y por lo tanto es imagen de Cristo y de la gloria. Con Cristo, los monjes que hemos muerto simbólicamente en Completas esperamos la resurrección en la noche, en un oficio que tiene su origen en el oficio que el domingo de madrugada celebraban los cristianos en el Santo Sepulcro hasta final del siglo IV. Eso adquiere un significado todavía más especial en el domingo, representado por el tercer nocturno que hace referencia explícita a la  resurrección.  Jesús mismo pasaba las noches en oración, porque la noche es un tiempo privilegiado para la plegaria, un tiempo privilegiado para esperar la luz.

Laudes está dedicado a la alabanza de Dios y de sus obras, de la creación cuando crea la luz, separa la luz de las tinieblas y da a la luz el nombre de día y a las tinieblas el de noche.
De las horas menores, Tercia tiene una relación especial con el Espíritu Santo. A Sexta, que es la hora en que el día llega a su cima en medio de la jornada laboral, elevamos nuestra mirada hacia Dios, que es el descanso y reposo de las almas. Nona está vinculada a la hora de la muerte del Señor en la cruz. Vísperas está ligado al sexto día de la creación, de la creación del hombre y la mujer; acabadas las actividades queda la plegaria permaneciendo con Dios, como el primer hombre y la primera mujer en el paraíso, y unidos a Santa María que proclama su pequeñez en el Magníficat. Cuando el día ya ha declinado viene la hora del reposo, el recuerdo de la muerte y la confianza en Dios. La seguridad de que estamos en sus manos y en él viviremos eternamente. Es el recuerdo del día en que Dios reposa de la obra de la creación y Cristo reposa en el sepulcro.

Todo el ciclo para vivir cada día el recuerdo de la obra de Dios, de la Historia de la Salvación, de la vida de Cristo, de nuestra propia vida en su conjunto. Por esto es tan importante para san Benito el Oficio Divino, al que no tenemos que anteponer nada (RB 43,3) para el cual nos hemos de anticipar unos a otros, (RB 22,6)  por el que tenemos que dejar puntualmente todo una vez sentida la señal para acudir a él, y del que tenemos que salir en el mayor silencio (RB 52,2), en el que recordamos a los hermanos ausentes que no han podido participar (RB 63, 7), y la fidelidad al mismo que muestra la vocación de quien desea incorporarse a la comunidad (RB 58,7).

domingo, 22 de octubre de 2017

CAPÍTULO 9 SALMOS EN LAS VIGILIAS



CAPÍTULO 9

SALMOS EN LAS VIGILIAS


En el mencionado tiempo de invierno se comenzará diciendo en primer lugar y por tres veces este verso: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 2Al cual se añade el salmo 3 con el gloria. 3Seguidamente, el salmo 94 con su antífona, o al menos cantado. 4Luego seguirá el himno ambrosiano, y a continuación seis salmos con antífonas. 5Acabados los salmos y dicho el verso, el abad da la bendición. Y, sentándose todos en los escaños, leerán los hermanos, por su turno, tres lecturas del libro que está en el atril, entre las cuales se cantarán tres responsorios. 6Dos de estos responsorios se cantan sin gloria, y en el que sigue a la tercera lectura, el que canta dice gloria. 7Todos se levantarán inmediatamente cuando el cantor comienza el gloria, en señal de honor y reverencia a la Santísima Trinidad. 8En el oficio de las vigilias se leerán los libros divinamente inspirados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, así como los comentarios que sobre ellos han escrito los Padres católicos más célebres y reconocidos como ortodoxos. 9Después de estas tres lecciones con sus responsorios seguirán otros seis salmos, que se han de cantar con aleluya. 10Y luego viene una lectura del Apóstol, que se dirá de memoria; el verso, la invocación de la letanía, o sea, el Kyrie eleison, 11y así se terminan las vigilias de la noche.

Leemos en Eclo 32,14: “quien venera al Señor acepta ser instruido, y los que madruga para encontrarlo hallarán su favor”.

Leyendo la Regla se es consciente de que la liturgia tiene un lugar importante en el equilibrio diario de la vida del monje. La liturgia es el punto central en torno al cual hay otros como el trabajo, la lectio, el descanso… Un equilibrio armónico que a partir de la liturgia da sentido a la vida, teniendo la Eucaristía como cumbre, ya que todo brota de la Pascua del Señor.

El Oficio Divino es para san Benito la referencia principal en la vida del monje, al cual no debe anteponerse otra actividad (cfr. RB 43,3). Por esto mismo, nos dice que cuando alguien se acerca con el deseo de ser monje es importante tener en cuenta si es celoso por el Oficio, por la obediencia, por las humillaciones (cfr RB 58,7). La Regla no dice nada en relación a estas prioridades, sino que habla del orden de la vida diaria, y dirigiéndose sobre todo al deseo del monje de buscar a Dios.

Nos dice la Constitución Sacrosanctum Concilium, del Concilio  Vaticano II: De acuerdo a una antigua tradición cristiana, el Oficio Divino está estructurado de tal manera que la alabanza a Dios consagra todo el curso del día y de la noche; y cuando los sacerdotes y todos aquellos que tienen esta responsabilidad por institución de la Iglesia, cumplen debidamente este cántico de alabanza, o cuando los fieles oran juntamente con el sacerdote en la forma establecida, entonces, verdaderamente, es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo, todavía más: es la oración del mismo Cristo, con su Cuerpo, quien se dirige al Padre (SC, 84)

Si queremos buscar a Dios, si venimos al monasterio a buscar a Dios de verdad, cuando sentimos la campana, dejamos todo, nos levantamos rápidamente de la cama, para ir con presteza al Oficio Divino. Esto es fácil de decir y de escribir, pero en el día a día ya no resulta tan fácil llevarlo a la práctica. Pero si nos dejamos llevar por la pereza o la tentación siempre podemos tener alguna cosa más importante para hacer, o, simplemente, si se trata de la primera hora del día, desear tener un poco más de tiempo para dormir. Entonces, la viña de nuestra vocación se puede ir convirtiendo en borde, sin otro fruto que la impiedad en lugar de la fe, la desconfianza en lugar de la esperanza, la envidia en lugar del amor, como nos decía Balduino de Cantorbery en un nocturno de esta semana. San Benito lo dice con mucha claridad, nos lo quiere inculcar: que no hay cosa más urgente que el Oficio Divino, nada más indispensable. La clave de toda la vida monástica es el amor a Cristo, a quien no tenemos que anteponer nada, y si los monjes hemos de preferir al Oficio Divino a cualquier otra cosa es porque el amor de Cristo llena nuestra vida, y nosotros, libre y gozosamente, vamos a su encuentro ya desde la primera hora del día en Maitines. Si fallamos en este inicio del día corremos el riesgo de torcernos, y ser incapaces de enderezarnos, como también nos lo recordó el profeta Jeremías en esta semana  (cfr Jer 9,4)

San Benito nos habla del comienzo del Oficio Divino con el verso 17 del salmo 50, que se  repite tres veces: “Abridme los labios, Señor”, y que da a todo el Oficio, a toda nuestra jornada, un sentido de alabanza. Luego, tenemos los salmos 3 y 94, tradicionales en las liturgias orientales, y el himno, que san  Benito llama ambrosiano, pues es atribuido por la tradición a san Ambrosio.

Fue sobre la base de este texto de san Benito que los primeros cistercienses quisieron volver a la pureza de la Regla, al buscar la forma más primitiva del himno litúrgico.
San Benito nos habla también del Gloria con la costumbre de inclinarnos al recitarlo o cantarlo al final de cada salmo, para manifestar de este modo el honor y reverencia al misterio de la Trinidad. Debemos estar delante de Dios con toda dignidad, como un hijo delante de su padre, con una actitud de reverencia.

La tradición de los doce salmos, es una tradición antigua atribuida a san Pacomio, se remonta a los primeros monjes que se esforzaron por practicar la oración continua. Uno de los medios que idearon, para mantener un sentido constante de la presencia de Dios en su vida, era recitar un salmo o una plegaria a cada una de las doce horas del día. Poco a poco estas horas estas plegarias se reunieron al principio y al final de día, pues lo importante  no es recitar un cierto número de salmos, sino mantener una actitud constante de plegaria. En lo que se refiere a las lecturas, san Benito nos habla de textos tomados de la autoridad divina del Antiguo y Nuevo Testamento, como también de los comentarios escritos por los Padres Católicos, conocidos por su ortodoxia. El objetivo de estas lecturas en el Oficio no es tanto el enseñarnos o informarnos, como escuchar la Palabra de Dios que nos llega a través de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia. Así el Oficio Divino no viene a ser un momento de reflexión o catequesis, sino un contacto con la Palabra de Dios recitada y escuchada.

El Concilio Vaticano II no hace ninguna referencia explícita a la Regla de san Benito, pero en la constitución Sacrosantum Concilium, siguiendo la más antigua tradición cristiana se asigna a la liturgia el lugar que le corresponde como centro de la vida eclesial. Nos dice: “Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Eucaristía…  Está presente en los Sacramentos, de manera que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, como él mismo nos prometió: “donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). Con razón, pues se considera la liturgia el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre… En consecuencia, toda celebración litúrgica por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, la eficacia de la cual, con el mismo título y el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (SC 7)
Si toda la vida cristiana se fundamenta en el Oficio Divino y en la Eucaristía, con más razón la vida de los monjes.

Entre la regla de san Benito y el Concilio Vaticano II hay todavía otro punto de encuentro a la luz del Evangelio de Lucas, que nos habla de Marta y María, de la vida activa y contemplativa (cfr Lc 10,38-42).  En la Regla no encontramos los conceptos de vida activa o vida contemplativa. La Regla nos habla de la liturgia como de una obra divina, algo a realizar con una esfuerzo corporal y espiritual. El Opus Dei no solo da sentido, sino da la medida de la vida monástica a lo largo de la semana y del año. San Benito nos llama a poner los fundamentos de nuestra vida espiritual cada día, abriendo nuestros labios, todavía en la oscuridad del día, para alabar al Señor. Si descuidamos esta base que es el Oficio de Vigilias, nuestro edificio espiritual nace débil, frágil, con el peligro de derrumbarse antes de acabar la jornada. San Benito nos invita a que la medida del tiempo sea teocéntrica. También la constitución Sacrosantum Concilium nos presenta la liturgia como una obra, un trabajo, una acción, un punto clave sobre tiene que fundamentar se todas las demás actividades de la vida monástica o eclesial, pues en la Iglesia, como en el monasterio es María quien activa a Marta y no al contrario. Como hay una escala de humildad que es preciso subir escalón a escalón hay una es la de plegaria, el Oficio Divino que hay que ir subiendo, comenzando ya con los Maitines. Solamente una vez subidos todos estos escalones podemos llegar a aquella caridad de Dios que al ser perfecta, echa fuera todo temor, y gracias a la cual todo lo que antes observamos con temor, lo  empezaremos a hacer sin esfuerzo, como algo natural, por costumbre, por amor a Cristo, por el costumbre del bien u el gusto de las virtudes (cfr RB 7,67-69)

domingo, 15 de octubre de 2017

CAPÍTULO 7,51-54 LA HUMILDAD



CAPÍTULO 7 LA HUMILDAD

RB 7,51-54

El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53«Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos”.

La humildad es una virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades, y en obrar de acuerdo con este conocimiento. La humillación puede ser definida como el abatimiento del orgullo y altivez, y pasar por una situación en la cual la dignidad sufra un menoscabo.

San Benito nos propone en este grado 7 de la humildad que pasemos a la acción. Ser humillado no quiere decir necesariamente humildad. Muchas personas ven en el mundo como se humilla su dignidad humana, también muchos colectivos e incluso pueblos. Unos soportan con paciencia; otros incluso con alegría; otro con desesperación. Lo que san Benito nos propone no es la humillación por la humillación, sino la humillación que se transforma en humildad.

Escuchábamos estos días, en la lectura de la cena, a Mariano Sedano que nos decía: “el proceso de purificación es necesario, pero no es la simple purificación lo que hace puro al hombre. Lo que le hace puro nos es aquello de los que se limpia o vacía, sino aquello de lo que se llena: la plenitud de la gracia y la inhabitación del Espíritu Santo”.

La humildad como concepto se transforma en acción humillándonos. No es fácil llegar a entender que humillarnos, sentirnos humillados, sea un bien que nos permite aprender de los mandamientos del Señor, diciendo con el Apóstol: “cuando soy débil, es cuando soy realmente fuerte” (2Cor 12,10).

Buscando el sentido de la Escritura, san Benito, como también san Bernardo, nos proponen el modelo de Cristo: Era la fiesta de Pascua, cuando Jesús sabía que había llegado su hora, la de pasar de este mundo al Padre; entonces, Él que había amado a los suyos que estaban en el mundo lo amó hasta el extremo, y mientras cenaban se levantó de la mesa, se quitó el manto, se ciñó una toalla, y poniendo agua en un recipiente se puso a lavar los pies a sus discípulos y enjugarlos con la toalla que llevaba ceñida. Nos lo relata san Juan (cfr Jn 13,1-10). Jesús, el Señor, nos muestra la humildad, cuando siendo Hijo de Dios, se inclina (cfr Sal 10,10) delante de los discípulos. Poco después de la cena, al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, donde solía acudir, Jesús ora al Padre con la humildad de hijo. Son dos momentos claves de la Pasión del Señor que preparan la escena de la humillación suprema en la crucifixión.

Leemos en el libro del Eclesiástico que “a veces la gloria humilla, pero en otras la humillación se convierte en honor” (Eclo 20,11). Humillándose en la cruz, Cristo es glorificado y nos muestra el camino de la gloria que es la resurrección, la victoria sobre la muerte, aquella vida donde no hay otra humillación sino la alegría de sentirse cerca de Dios.

Hay una humildad que es la que engendra en nosotros la verdad y que tiene déficit de calor, de fuerza. En cambio, hay otra humildad que engendra la caridad. La primera nace del intelecto, la segunda del corazón. Nos lo explica san Bernardo cuando dice que solo la humildad que nace de la caridad, sigue los pasos de Cristo.

Es preciso ir un poco más allá del lenguaje de este grado 7 de humildad, para encontrarnos con su belleza espiritual. Para entenderlo hemos de tener en cuenta el objetivo que se persigue, que es nuestra transformación gradual en la imagen de Cristo, pues antes del Cristo glorioso de la resurrección, es preciso contemplar el sufrimiento de Cristo en la cruz. San Benito nos invita a los monjes a liberarnos de nosotros mismos para llegar a la plena madurez espiritual y humana, y estar en silencio delante de Dios tal como somos, con nuestras debilidades, ciertamente, pero también con nuestra dignidad de hijos de Dios, y la alegría de ser recibidos como el hijo pródigo, en los brazos del Padre. Aceptarnos humildemente como somos, con nuestras cualidades y limitaciones, es el primer paso en cualquier proceso decrecimiento humano y espiritual. En la vida de cualquier persona, después de todas las ilusiones que son propias de la adolescencia, una adolescencia que nos puede durar mucho tiempo, incluso, en algunos casos, toda la vida, llega un determinado momento en que tenemos que adquirir un claro sentido de la identidad de nuestras propias limitaciones delante de Dios y de los hombres.

Podemos llegar gradualmente, o bien a través de una conversión radical que puede ser, por ejemplo, en el momento en que aceptamos un error grave, un fallo reconocido y asumido, una enfermedad grave, un contratiempo duro. En cualquier caso, es preciso asumir nuestra propia realidad y empezar con simplicidad, sin una falsa humildad, sirviendo a Dios y a los demás, sin caer en un pozo de desilusiones y frustradas ambiciones. Mientras no nos aceptemos humildemente como somos, será difícil que aceptemos que no somos toda la realidad, que somos solo una parte, y que la fe consiste en ver y escuchar la realidad como expresión de la voz de Dios. La conversión que nos pide san Benito es superar actitudes infantiles de una vida centrada en nosotros mismos, para evadirnos de la fácil tentación de imputar la culpa a los otros de nuestros errores. Nos pide no depender de la apreciación de los otros, que nos lleva, alternativamente, de la euforia a la depresión, pero tomando conciencia de nuestras propias deficiencias, sin exagerarlas ni minimizarlas, y siempre en el camino de la conversión, no por obstinación, sino con una actitud de confianza humilde y fuerte.

No nos veamos a nosotros mismos como el centro del mundo, sino veamos la posibilidad, el regalo de participar en el misterio de amor de Dios. Cuando no hacemos este camino de conversión, todo se hace más difícil y pesado. Nos creamos un vacío emocional y una necesidad de reconocimiento, de privilegios, de demostración de confianza por parte de los otros, y, como consecuencia, nos viene una sensación de fracaso y de ser tratados injustamente por nuestros hermanos. La simple aceptación de nuestra realidad personal, con sus talentos y limitaciones, no solo nos dará una gran libertad interior, sino que nos ayudará a servir a la comunidad con aquel buen celo del que nos habla san Benito en el capítulo 72 de la Regla.

Necesitamos, por lo menos. Vivir una parte de este 7 grado de la humildad para poder practicar el buen celo y no anteponer nada a Cristo (RB 72,11)

domingo, 8 de octubre de 2017

CAPÍTULO 7, 1-9 LA HUMILDAD



CAPÍTULO 7, 1-9

LA HUMILDAD

La divina Escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 2Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». 5Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.

San Benito entiende la vida espiritual del monje como un camino no fácil, y en ocasiones pesado, un camino como un arte espiritual. En este capítulo, nos presenta cómo lo hemos de recorrer individualmente. La humildad, la misma palabra o el mismo concepto nos puede resultar incómodo. Parece como si estas palabras nos invitaran al pesimismo.

¿Cuál es el punto de partida de este camino?, ¿de dónde ha de partir el monje?, ¿de dónde parte san Benito?

De la Escritura, que nos dice que toda exaltación por parte nuestra es una forma de orgullo. Porque la humidad que san Benito nos pide es la humildad del corazón, que debe partir de la humildad de nuestros pensamientos.

Una frase atribuida a Gandhi dice: “Vigila tus pensamientos, que vendrán a ser palabras; vigila tus palabras, que vendrán a ser actos; vigila tus actos, que se volverán costumbres; vigila tus costumbres que configuraran tu carácter; vigila tu carácter porque va perfilando tu destino. Acabamos por ser lo que pensamos”.

Por la exaltación se baja, y por la humildad se sube. San Benito nos presenta el camino de la vida como una escala por donde bajamos o subimos, como la escala de Jacob que se elevaba al cielo. Huyendo de Esaú, su hermano, Jacob en pleno desierto y soñando vio una escala que iba desde la tierra al cielo. Los ángeles de Dios subían y bajaban, y en lo alto estaba Dios, y todo ello hizo exclamar a Jacob: “¡qué sagrado es este lugar”! Es la casa de Dios y lleva al cielo” (Gen 28,17)
En la Escritura la humildad es ante todo una actitud que pone en relación con Dios y con los hombres. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Y los humildes son los que confían en Dios; solo es él quien ensalza y quien da la paz, que vino al mundo mediante Jesús, el Hijo de Dios que bajó en la escala para descender del cielo a la tierra. Cuántas veces sucede que en los lugares más deprimidos de la tierra o en la ciudades un misionero o un catequista, por ejemplo, que predicaron la buena nueva o hicieron algún servicio, descubren que son los pobres quienes, realmente, les dan más a ellos. Porque viven con otros valores diferentes a los nuestros, más auténticos. Quizás su visión del mundo sea más concreta y primaria, más una visión más humana, porque no pueden pretender grandes cosas, sino sobrevivir. Pero son capaces de compartir casi hasta lo que no tienen, y pueden transmitir una alegría que nos desconcierta. Esta es la humildad de corazón de la que nos habla el Evangelio, generosa, libre, desinteresada. 

San Benito aleccionado por la Escritura nos presenta la escala de Jacob como la imagen de la contemplación, un camino espiritual, una ascensión hacia Dios. Pero ¿cuál es el mejor camino para lograr una verdadera humildad?  Podemos leer mucho sobre la humildad;  podemos hacer cosas reconocidas como humildes por los demás, pero al final, lo que verdaderamente nos hace humildes es acoger aquello que no buscamos, aquello que no pretendíamos, que ni llega a ser significativo material, intelectual o espiritualmente. La humildad es una actitud del corazón que comienza en el Evangelio: La divina Escritura no solo nos habla, sino que nos hace sentir el grito: “Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11) Esta frase es el colofón de una parábola en la que Jesús explica como unos convidados buscaban el primer puesto. El Evangelio no nos dice con exactitud a qué estaban convidados, pero la parábola con la que Jesús ilumina su enseñanza nos habla de un banquete de bodas. Bodas y banquete tiene n una clara dimensión escatológica. Todos somos convidados al desposorio definitivo y al banquete del Reino. Pero acudimos por invitación. Necesitamos recibir la invitación, no la podemos comprar. De aquí la frase de Jesús como un aviso: por la humildad subimos mientras que por la soberbia bajamos. Una nos vacía y nos permite recibir la Palabra de Dios; la otra nos hace sentir a gusto, creyéndonos ricos cuando en realidad estamos desnudos, porque lo que creemos tener en realidad no es nuestro y nuestra ceguera nos cierra el paso a Dios. La primera nos descubre lo que somos, invitándonos a ser lo que estamos llamados a ser. La segunda nos hacer creer que somos ya lo que hemos de ser y así nos cierra el camino para lograrlo.

Confundir la semilla y el fruto es confundir lo que somos realmente con la dignidad que recibimos, y que un día solo será satisfecha si así lo quiere Dios. La semilla no es más que un grano, con capacidad en su interior de llegar a ser un bello árbol, pero, en resumidas cuentas, semilla.  Reconocer eso, lejos de menospreciar nuestra condición humana nos hace más receptivos a la acción de Dios. El creernos llegados a la meta nos incapacita para tener una actitud receptiva a la acción de Dios, que supone la soberbia. La escala tiene muchos peldaños que es preciso ir subiendo lentamente. La escala indica ya un camino lento, pesado y continuo. San Benito nos habla de 12 peldaños de humildad, porque toda escala, como todo edificio tiene su orden. Los elementos inferiores han de ser más sólidos, porque sostienen todo el edificio. En la construcción de esta escala de la humildad san Benito nos pone como primer grado el temor de Dios, el caminar siempre en su presencia, fundamento de toda vida interior. El temor filial de Dios que no es un temor de esclavo delante del amo, sino reconocimiento de su presencia en nuestra vida, que nos orienta desde él y hacia él con la dificultad de descubrir su presencia y percibir lo que el Espíritu quiere suscitar en nosotros.

Solamente aquel que primero se encuentra a sí mismo encontrará a Dios; sin este encuentro solo encontraremos nuestras proyecciones, pero no el Dios verdadero, no encontraremos a Dios sino las imágenes de Dios que nos hacemos, un dios a nuestra medida que no es Dios. Solo de camino hacia Dios subiendo la escala, grado tras grado descubrimos nuestros fallos, pasiones, peligros, necesidades y emociones, y es entonces cuando al fina al de todo podemos encontrar a Dios.