domingo, 1 de octubre de 2017

CAPÍTULO 2 CÓMO HA DE SER EL ABAD



CAPÍTULO 2

CÓMO HA DE SER EL ABAD

RB 2, 11-22

Por tanto, cuando alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de dos maneras; 12queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo mas a través de su manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los duros de corazón y a los simples les hará descubrir los mandamientos divinos en lo conducta del mismo abad. 13Y a la inversa, cuanto indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas, muéstrelo con su conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado a otros, resulte que el mismo se condene». 14Y que, asimismo, un día Dios tenga que decirle a causa de sus pecados «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en lo boca mi alianza, tú que detestas mi corrección y te echas, a lo espalda mis mandatos?» 15Y también: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? » 16No haga en el monasterio discriminación de personas. 17 No amará más a uno que a otro, de no ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia. 18Si uno que ha sido esclavo entra en el monasterio, no sea pospuesto ante el que ha sido libre, de no mediar otra causa razonable. 19Mas cuando, por exigirlo así la justicia, crea el abad que debe proceder de otra manera, aplique el mismo criterio con cualquier otra clase de rango. Pero, si no, conserven todos la precedencia que les corresponde, 20porque «tanto esclavos como libres, todos somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo Señor todos cumplimos un mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos». 21Lo único que ante él nos diferencia es que nos encuentre mejores que los demás en buenas obras y en humildad. 22Tenga, por tanto, igual caridad para con todos y a todos aplique la misma norma según los méritos de cada cual.

Cuando alguno acepta el nombre de abad acepta también la enorme dificultad de la salvación de su alma, porque de su doctrina, y de la obediencia de los discípulos, de ambas cosas, se le examinará en el terrible juicio de Dios. Se imputará a culpa del pastor todo lo que el cabeza de la casa haya hecho de menos en el cuidado de las ovejas. No será juzgado solo por sus obras y omisiones, lo cual ya sería bastante, sino por aquello que la comunidad haya hecho o dejado de hacer. “Ahí es nada”, dicen en Castilla.

Para caracterizar la tarea del abad san Benito emplea tres ideas: el nombre con el que le nombra, lo que dice, y lo que hace. El nombre, la palabra, y los hechos, han de tener una coherencia, pues hay un elevado riesgo en la hipocresía, en la incoherencia y en la mentira.
¿Quién de nosotros puede pretender no haber merecido nunca una reprimenda?, ¿quién no quiere salvar una coherencia de fachada?, ¿quién no corre el riesgo de caer en el fariseísmo? Un fariseísmo no arraigado en Dios, sino en nuestro egoísmo.

San Agustín escribe en  “La ciudad de Dios” que “el amor a ti mismo es un menosprecio del amor de Dios.

San Benito nos pone a todos, abad y monjes, en una situación incómoda, que a veces hace enrojecer, porque solamente hay una manera de ser fieles a Cristo, y es que, siempre, tanto el monje como el abad, debemos recordar el nombre que llevamos, nuestros votos, nuestro compromiso, y de esta manera nuestra vida ha de corresponder a quien nos llamó. La coherencia a la que nos invita san Benito no es una perfección de fachada, sino un deseo de perfección, de seguir a Cristo, a pesar de nosotros mismos, de nuestras miserias y debilidades, de nuestros defectos de fábrica. De los monjes, del abad, no se ha de esperar que seamos perfectos, sino que reconozcamos nuestras debilidades, y que busquemos avanzar en el progreso espiritual. Así debemos entender nuestro voto de conversión de costumbres.

San Benito también pide al abad que no se deje llevar por sus sentimientos en la afectividad. Lo que debe contar para él no es la simpatía o antipatía, por uno u otro hermano sino la manera de vivir que tienen. No cuenta si conoce a uno u a otro hace tantos años, sino valorar aquel a quien encuentra mejor a través de sus actos y de la obediencia, aquel a quien encuentra humilde y mejor en sus obras. Obediencia y humildad son dos virtudes, dos ejes básicos que san Benito considera násicos en la vida del monje. El abad no hace lo que le viene de gusto, lo más cómodo, que le puede suponer simpatías o más tranquilidad, sino aquello que debe hacer, aunque también con este criterio de puede equivocar.

Esta conversión de la afectividad, san Benito no la pide solo al abad, sino a cada monje. Lo que ha de guiarnos en la vida monástica no son las alabanzas o sentimientos de complacencia, o, hablando claramente, de animadversión o desprecio a alguien; sino el gusto por el bien, la belleza de una vida transfigurada por la búsqueda de Dios. Estamos lejos de este horizonte, pues esta conversión en el amor no es nada fácil.

El mundo de los sentimientos, de las emociones, es uno de los secretos más misteriosos de la naturaleza humana. Una de las grandes luchas del abad, de los monjes está en alejar toda hostilidad, todo amor mal entendido del corazón humano. Solamente podemos alcanzarlo dejándonos interpelar por la Palabra de Dios, en donde siempre encontramos luz y ayuda.

Cuando alguno acepta el nombre de abad, se le debería explicar bien que estará todo el día, y también la noche de algún monje insomne, expuesto a la crítica. Pues siempre a los ojos de alguien el abad es injusto, actúa arbitrariamente, no escucha o pregunta demasiado, “pasa de todo” o “lo quiere controlar todo…” y tantas otras cosas que se le pueden atribuir en un sentido o en otro. Siempre hay motivos para criticar, es decir para murmurar, de los superiores que sean. Esto nos hace ver que no todo es malo en todos y siempre, sino que es “según el color del cristal con que se mira”. Si tenemos los ojos del corazón sucios, siempre lo veremos negro.

San Benito nos dice que el abad ha reprender, exhortar, amenazar. No son palabras fáciles, se ha combinar los momentos de dulzura y de rigor; de severidad y de bondad; siendo maestro y padre duro con los indisciplinados e inquietos; exhortar a los pacíficos y sufridos, para que progresen más; castigar o amenazar a los negligentes. No puede disimular los pecados de quienes faltan, sino que en cuanto apuntan extirparlos de raíz. Si a los espíritus delicados e inteligentes ha de corregirlos con la palabra, a los obstinados, orgullosos y desobedientes, a los contumaces, reprimir, porque el necio no le basta la palabra.

Nuestra sociedad, escribe la abadesa M. del Mar Albajar, vive un momento convulso y pendular, y la verdadera autoridad nace del coraje de reconocer y aceptar la propia verdad, la de todos y cada uno de nosotros. Un camino largo, con frecuencia duro, ya que hoy la vida comunitaria puede parecer como algo utópico, superficial, aparente, detrás de la cual hay una suma de pequeñas conquistas personales o de exclusivismos excluyentes. Como escribe el Obispo de Vic en su última carta pastoral, citando a san Agustín:  los buenos pastores salen de entre las buenas ovejas”.

Es ante esta realidad que el abad, pobre hombre, como cualquier otro, pobre monje, pobre cristiano, que hace su camino con la mochila bien cargada de sus propios y numerosos defectos, ha de aplicar a todos una misma norma, pero según los méritos de cada uno, y de lo cual el Señor le pedirá cuentas. Nosotros como el segundo hijo del Evangelio d hoy, hemos dicho al Señor que vamos a la viña, tenemos a san Benito como un nuevo Juan, con la misión de enseñarnos el buen camino. No dejemos de ir a la viña, esforcémonos todos, pues nadie va escaparse de rendir cuentas al Señor, y el abad menos que ninguno.








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