domingo, 15 de octubre de 2017

CAPÍTULO 7,51-54 LA HUMILDAD



CAPÍTULO 7 LA HUMILDAD

RB 7,51-54

El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53«Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos”.

La humildad es una virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades, y en obrar de acuerdo con este conocimiento. La humillación puede ser definida como el abatimiento del orgullo y altivez, y pasar por una situación en la cual la dignidad sufra un menoscabo.

San Benito nos propone en este grado 7 de la humildad que pasemos a la acción. Ser humillado no quiere decir necesariamente humildad. Muchas personas ven en el mundo como se humilla su dignidad humana, también muchos colectivos e incluso pueblos. Unos soportan con paciencia; otros incluso con alegría; otro con desesperación. Lo que san Benito nos propone no es la humillación por la humillación, sino la humillación que se transforma en humildad.

Escuchábamos estos días, en la lectura de la cena, a Mariano Sedano que nos decía: “el proceso de purificación es necesario, pero no es la simple purificación lo que hace puro al hombre. Lo que le hace puro nos es aquello de los que se limpia o vacía, sino aquello de lo que se llena: la plenitud de la gracia y la inhabitación del Espíritu Santo”.

La humildad como concepto se transforma en acción humillándonos. No es fácil llegar a entender que humillarnos, sentirnos humillados, sea un bien que nos permite aprender de los mandamientos del Señor, diciendo con el Apóstol: “cuando soy débil, es cuando soy realmente fuerte” (2Cor 12,10).

Buscando el sentido de la Escritura, san Benito, como también san Bernardo, nos proponen el modelo de Cristo: Era la fiesta de Pascua, cuando Jesús sabía que había llegado su hora, la de pasar de este mundo al Padre; entonces, Él que había amado a los suyos que estaban en el mundo lo amó hasta el extremo, y mientras cenaban se levantó de la mesa, se quitó el manto, se ciñó una toalla, y poniendo agua en un recipiente se puso a lavar los pies a sus discípulos y enjugarlos con la toalla que llevaba ceñida. Nos lo relata san Juan (cfr Jn 13,1-10). Jesús, el Señor, nos muestra la humildad, cuando siendo Hijo de Dios, se inclina (cfr Sal 10,10) delante de los discípulos. Poco después de la cena, al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, donde solía acudir, Jesús ora al Padre con la humildad de hijo. Son dos momentos claves de la Pasión del Señor que preparan la escena de la humillación suprema en la crucifixión.

Leemos en el libro del Eclesiástico que “a veces la gloria humilla, pero en otras la humillación se convierte en honor” (Eclo 20,11). Humillándose en la cruz, Cristo es glorificado y nos muestra el camino de la gloria que es la resurrección, la victoria sobre la muerte, aquella vida donde no hay otra humillación sino la alegría de sentirse cerca de Dios.

Hay una humildad que es la que engendra en nosotros la verdad y que tiene déficit de calor, de fuerza. En cambio, hay otra humildad que engendra la caridad. La primera nace del intelecto, la segunda del corazón. Nos lo explica san Bernardo cuando dice que solo la humildad que nace de la caridad, sigue los pasos de Cristo.

Es preciso ir un poco más allá del lenguaje de este grado 7 de humildad, para encontrarnos con su belleza espiritual. Para entenderlo hemos de tener en cuenta el objetivo que se persigue, que es nuestra transformación gradual en la imagen de Cristo, pues antes del Cristo glorioso de la resurrección, es preciso contemplar el sufrimiento de Cristo en la cruz. San Benito nos invita a los monjes a liberarnos de nosotros mismos para llegar a la plena madurez espiritual y humana, y estar en silencio delante de Dios tal como somos, con nuestras debilidades, ciertamente, pero también con nuestra dignidad de hijos de Dios, y la alegría de ser recibidos como el hijo pródigo, en los brazos del Padre. Aceptarnos humildemente como somos, con nuestras cualidades y limitaciones, es el primer paso en cualquier proceso decrecimiento humano y espiritual. En la vida de cualquier persona, después de todas las ilusiones que son propias de la adolescencia, una adolescencia que nos puede durar mucho tiempo, incluso, en algunos casos, toda la vida, llega un determinado momento en que tenemos que adquirir un claro sentido de la identidad de nuestras propias limitaciones delante de Dios y de los hombres.

Podemos llegar gradualmente, o bien a través de una conversión radical que puede ser, por ejemplo, en el momento en que aceptamos un error grave, un fallo reconocido y asumido, una enfermedad grave, un contratiempo duro. En cualquier caso, es preciso asumir nuestra propia realidad y empezar con simplicidad, sin una falsa humildad, sirviendo a Dios y a los demás, sin caer en un pozo de desilusiones y frustradas ambiciones. Mientras no nos aceptemos humildemente como somos, será difícil que aceptemos que no somos toda la realidad, que somos solo una parte, y que la fe consiste en ver y escuchar la realidad como expresión de la voz de Dios. La conversión que nos pide san Benito es superar actitudes infantiles de una vida centrada en nosotros mismos, para evadirnos de la fácil tentación de imputar la culpa a los otros de nuestros errores. Nos pide no depender de la apreciación de los otros, que nos lleva, alternativamente, de la euforia a la depresión, pero tomando conciencia de nuestras propias deficiencias, sin exagerarlas ni minimizarlas, y siempre en el camino de la conversión, no por obstinación, sino con una actitud de confianza humilde y fuerte.

No nos veamos a nosotros mismos como el centro del mundo, sino veamos la posibilidad, el regalo de participar en el misterio de amor de Dios. Cuando no hacemos este camino de conversión, todo se hace más difícil y pesado. Nos creamos un vacío emocional y una necesidad de reconocimiento, de privilegios, de demostración de confianza por parte de los otros, y, como consecuencia, nos viene una sensación de fracaso y de ser tratados injustamente por nuestros hermanos. La simple aceptación de nuestra realidad personal, con sus talentos y limitaciones, no solo nos dará una gran libertad interior, sino que nos ayudará a servir a la comunidad con aquel buen celo del que nos habla san Benito en el capítulo 72 de la Regla.

Necesitamos, por lo menos. Vivir una parte de este 7 grado de la humildad para poder practicar el buen celo y no anteponer nada a Cristo (RB 72,11)

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