domingo, 26 de noviembre de 2017

CAPÍTULO 44 CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS



CAPÍTULO 44

CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5 Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el abad que cese ya en su satisfacción. 9 Los que por faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».

La exclusión significa que el lazo de confianza se ha roto; por este motivo hay que recuperarlo. San Benito pide, para conseguirlo, que haya una reparación, como condición fundamental, en toda verdadera relación, para restablecer la confianza. No se puede actuar como si no hubiera pasado nada, pues no sería respetuoso, ni con la persona ni con la comunidad que ha sido herida, ni con el hermano que ha cometido la falta. Si se multiplican este tipo de situaciones, lentamente toda la comunidad se debilitaría, pues la confianza es un aspecto fundamental en la relación comunitaria. Confianza y responsabilidad de cada uno en la parcela que le ha sido asignada y en lo que se le encomienda. Si se rompe la confianza por falta de responsabilidad, toda la comunidad se siente herida y se necesita tiempo para la cicatrización y la reparación.

Escribía san Juan Pablo II: 
“quien desee indagar el misterio del pecado no podrá dejar de considerar esta concatenación de causa y efecto. Como ruptura con Dios, el pecado es un acto de desobediencia de una criatura que, al menos implícitamente, rechaza a Aquel de quien va salir y que le mantiene en la vida. Es, por tanto, un acto suicida, ya que por el pecado se niega a someterse a Dios, su equilibrio interior se rompe y vienen a desarrollarse las contradicciones y conflictos en la vida. Roto de esta forma, el hombre provoca casi inevitablemente una ruptura en sus relaciones con los demás hombres y con el mundo creado. Es una ley y un hecho objetivo que pueden comprobarse en tantos momentos de la psicología humana y de la vida espiritual, así como en la misma vida social, en donde fácilmente pueden observarse repercusiones y señales de desorden interior. El misterio del pecado se compone de esta doble herida, que el pecado obra en si mismo y en relación al prójimo. Por lo tanto, se puede hablar de pecado personal y social. Todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro, es social en cuanto tiene unas consecuencias sociales” (RP, 15)

La reparación es muy importante, porque cuando hemos cometido una falta tomamos conciencia de que nos conviene recuperar la nuestra autoconciencia, la confianza de la comunidad y nuestro lugar en ella. La reparación puede llevar tiempo, no se puede hacer con prisas, con ligereza. Es necesario respetar el camino, las etapas para garantizar la fiabilidad, la sinceridad y la solidez. Tiene que permitir reconstruir, reconsiderar qué es lo que amamos cuando hacemos un pequeño gesto, una vaga excusa, como signo de reparación que pueda ser una referencia para los demás.

Para san Benito si ha habido falta debe haber reparación, no habla de castigo sino de reparación y satisfacción. El acento no se pone en la falta y el culpable, sino sobre lo que se ha roto y que es preciso reparar. Aquel que ha sido excluido de la mesa y del oratorio, o él mismo es quién se ha excluido, ha roto algo que va más allá de su persona; ha tocado el corazón de la comunidad, que ha sido herida por uno de sus miembros enfermo. Entonces es preciso reparar la comunión entre los miembros de la comunidad. San Benito no dice cómo reparar, la clave nos la da en el centro del capítulo cuando nos dice que cuando sea oportuno se le haga comparecer, se lance a los pies de todos, es decir reconociendo humilmente la falta. Y solamente si se contempla la reparación se le admitirá habiendo recibido la plegaria de toda la comunidad, pero, mientras tanto, no atreviéndose a hacer nada si no se le manda.

San Benito pone el acento en la humildad y en la plegaria, fundamentos de comunión, rota a menudo por nuestra soberbia y orgullo. Para hacer este paso necesitamos la fuerza de la plegaria y la fuerza del Espíritu. San Benito pide a la comunidad que ore por aquel que ha fallado. Solamente, cuando estemos dispuestos a que oren por nosotros, podemos tener confianza para salir de la espiral de las faltas. El problema fundamental es que nos cerramos en nosotros mismos, creemos tener razón y estamos dispuestos contra todo el mundo para defender lo nuestro a capa y espada. De aquí que san Benito apunte como un camino el reconocimiento de nuestra propia miseria delante de los demás.

Escribía san Juan Pablo II: “reconciliarse con Dios, presupone e incluye desprenderse con lucidez y determinación del pecado cometido. Presupone e incluye hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, asumir la actitud concreta del arrepentido, que es la de quien se pone en el camino de vuelta al Padre. Esta es una ley general que cada uno ha de seguir en la situación particular en que se encuentra. En efecto, no puede contemplarse el pecado y la conversión en términos abstractos”. (RP, 13)

Ciertamente, nuestra sociedad no se caracteriza por la valoración del sentimiento de culpa. Parece que hoy todo es válido, y de aquí, por ejemplo, la grave crisis del sacramento de la reconciliación en las comunidades religiosas.

Lo que nos salva de la falta es la humildad, que nos permite reconocer que somos falibles, pecadores y pequeños. Necesitamos volver a las pequeñas cosas, reconociendo, por ejemplo, nuestro retardo al Oficio Divino, no prestándole atención, descuidar la lectio divina… Pequeñas y no tan pequeñas cosas, ya que la plegaria y el contacto con la Palabra de Dios, juntamente con el trabajo son el centro de nuestra vida.

No es cuestión de dramatizar, sino de tomar conciencia, de comprender que si no nos habituamos a pedir perdón por las pequeñas faltas, cada vez se nos hará más difícil hacerlo por otras más grandes., y así vamos perdiendo el sentido de la falta en perjuicio nuestro y de toda la comunidad.

Hoy nos decía el Apocalipsis en Maitines: “estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a su casa”. Es la imagen bíblica de la conversión que nos pide una actitud para ir hasta la puerta, llamar y salir de nosotros mismos.

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