domingo, 29 de enero de 2017

CAPÏTULO 25 LAS CULPAS GRAVES



Capítulo 25º:

LAS CULPAS GRAVES

El hermano que haya cometido una falta grave será excluido de la mesa común y también del oratorio. 2Y ningún hermano se acercará a él para hacerle compañía o entablar conversación. 3Que esté completamente solo mientras realiza los trabajos que se le hayan asignado, perseverando en su llanto penitencial y meditando en aquella terrible sentencia del Apóstol que dice: 4«Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día del Señor». 5Comerá a solas su comida, según la cantidad y a la hora que el abad juzgue convenientes. 6Nadie que se encuentre
con él debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le da.

En el monasterio podemos vivir nuestra vocación con calor,  tibieza o frío. La exclusión de la mesa y del oratorio, y la negación de bendición, san Benito nos lo presenta como castigo por una falta grave; un medio, que conlleva un trabajo aparte para perseverar en las lágrimas y en la penitencia, y meditar sobre la falta cometida. ¿Qué nos mueve a la  exclusión?  Quizás, hoy, el alejamiento de la vida comunitaria no lo contemplamos como un castigo sino como una huida de nosotros mismos, que no cuidamos nuestra vida espiritual y nos cuesta la vida en comunidad. O preferimos en ocasiones soportarnos a nosotros mismos cuando la vida comunitaria es defectuosa.

Hace años un monje me decía en plan de reflexión que si tenemos un problema con otro monje  puede ocurrir que tengamos nosotros razón; si lo tenemos con dos, ya es más difícil que toda la razón esté de nuestra parte; pero si el problema lo tenemos con cuatro o más, lo más seguro es que el origen del problema resida en nuestro interior. Y añadía que es muy difícil que cuatro se pongan de acuerdo para ir en contra de otro.  Dejando la ironía nos suele suceder que nos vamos enfriando, nos auto-excomulgamos, dejando de participar en la mesa, en la plegaria, en el trabajo….

La jornada monástica está pensada y dirigida para ayudarnos, y proporcionarnos un marco temporal y  espacial que nos facilite la vida en nuestra búsqueda de Dios. El horario no es un motivo de opresión, sino facilitar el que hagamos lo que tenemos que hacer, para que no tengamos quebraderos de cabeza en cuanto a nuestra responsabilidad en cada momento del día, y podamos centrarnos más en la búsqueda de Dios, que a esto venimos al monasterio.
Empezamos cada día pidiendo al Señor que abra nuestros labios para proclamar su alabanza. Los salmos, la Escritura, la enseñanza de los Padres, nos despiertan los sentidos y la mente, y nos ayudan a vivir el primer contacto con el Señor, que nos regala después con el alimento de la Eucaristía, y así podemos afrontar con gozo el trabajo de cada día. Nos dice el Apóstol: “quien no quiera trabajar que no coma” (2Tes 3,10). Podríamos decir también que quien no se alimenta espiritualmente no encontrará gozo interior en su trabajo.

A mediodía volvemos a tener el soporte de la plegaria para seguir afrontando el trabajo de la jornada, y así hasta llegar a la acción de gracias final por el día vivido en la plegaria común y en el trabajo, que completamos con el alimento de la Regla, la plegaria de Completas, y la confianza en la Madre, un último gesto de despedida del día, que también hemos vivido cuidando nuestro cuerpo en una vida comunitaria.

Decía santa Sinclética que si cambiamos de costumbres, cambiando el horario a nuestro capricho, como una gallina deja de incubar sus huevos, corremos el riesgo de dejar morir nuestra vocación.  Perseverar, o resistir es un buen remedio para combatir la acedía y vencer la tentación de la huida.  Podemos huir de manera real, con salidas del monasterio con cualquier excusa y  frecuencia, encerrarnos en la celda, o abandonando la vida monástica física o espiritualmente, dejándonos arrastrar por la tibieza, olvidando nuestra condición de monjes, para llevar una vida de “residencia monástica”  apartándonos del resto de la comunidad, o en todo caso siendo meros testigos mudos. Para acabar con la amargura en el corazón y la murmuración en la boca.

La tentación siempre está a punto en nuestra vida, pero en la vida del monje más, pues hemos de luchar cada día por mantenernos bien vivos en nuestra vocación, y con fidelidad. Cuando el demonio meridiano nos hace malas pasadas y nos quiere excomulgar, la perseverancia y la fidelidad son las armas de que disponemos; poner los cinco sentidos en hacer lo que toca hacer, hacerlo bien, en la plegaria, el trabajo, en todo acto comunitario…  Pues permanecer en silencio en el coro, por ejemplo, puede llevar nuestro pensamiento interno a no cesar de murmurar….  Los Padres proponían contra la acedía el remedio de ir dilatando la tentación de la huida. Se decía que dos  abades que pasaron cincuentas años animándose mutuamente, y diciendo: “pasado el invierno nos iremos de aquí”. Y cuando llegaba el verano decía de nuevo: al acabar el verano nos iremos”. Y así, durante toda su vida vivieron como padres dignos de memoria eterna.

También un monje de nuestra comunidad decía que cuando  tenía ganas de marcharse, dejaba la maleta preparada para el día siguiente, pero como en el caso de los abades, el tema se reconducía y todavía sigue en el monasterio.  El demonio de la acedía nos puede ir debilitando, hacernos sentir la lentitud del tiempo cuando el día se hace interminable, e insoportable lo que debemos llevar a cabo. Entonces empezamos a  buscar excusas para hacer cualquier cosa o simplemente nada; pero el sentimiento del vacío nos  va invadiendo. El problema es que el vacío es interior, no cuidamos el calor y el alimento de nuestra vocación con el fuego de la plegaria, del trabajo, y sobre todo con el contacto directo y diario con la Palabra de Dios.

Los monjes lo damos todo al Señor el día de nuestra profesión, le ofrecemos nuestra vida como una oblación sobre el altar, e incluso físicamente cuando dejamos la cédula de profesión sobre el altar, pero si Dios ya no nos llena, ya no es el centro de nuestra vida, sentimos la tentación de recuperar lo que hemos dado, velada o abiertamente, y nos viene la tentación de recuperar lo que habíamos renunciado al hacernos monjes. Dejamos de ser fieles a la observancia en la pobreza, el silencio, la obediencia, faltas insignificantes en un principio, pero que acaban por aislarnos de la comunidad, buscando fuera aquello a que habíamos renunciado, o haciéndonos una vida según nuestros caprichos.

Y si nos vamos enfriando más podemos llegar a caer en faltas graves porque ya antes nos habíamos excluido.  Escribe un santo del siglo XX: “La pérdida de coraje es enemiga de tu perseverancia. Si no la combates llegarás al pesimismo primero y a la tibieza después… Eres tibio si haces con desgana y mal las cosas que tiene relación con el Señor; si buscas con cálculo y astucia cómo puedes recortar tus deberes; sino piensas más que ti mismo y en tu comodidad,… ¡Qué  pena, un “hombre de Dios” pervertido!  Pero que pena más grande un ¡“hombre de Dios tibio y mundano”!  (Jose M. Escrivá de Balaguer,  Camino, 988, 331, 414)

Intentemos mantener el fuego de nuestra vocación,  que no se enfríe ni vengamos a caer en la tibieza, para acabar por perderla. Tenemos los instrumentos cerca: la plegaria, el trabajo y la Palabra. Sirvámonos de ellos.



domingo, 22 de enero de 2017

CAPÍTULO 7, 62-70, LA HUMILDAD



CAPÍTULO 7, 62-70

l El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre  con su porte exterior a cuantos le vean; 63es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado».  67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto
por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados.

Llegamos a la cima de la escala, el último grado de la humildad, que presupone que ya tenemos humildad en el corazón, y la manifestamos sinceramente a lo largo de nuestra jornada: en la plegaria, en el trabajo, fuera del monasterio… San Benito la resume en la actitud del publicano que contemplamos en el evangelio de san Lucas; una imagen más que elocuente que huye de la autocomplacencia y nos lleva al núcleo de la humildad verdadera, desnuda delante de Dios. Los grados de la humildad no son el objetivo en sí mismos, como el monasterio no es el objetivo por sí mismo, sino que es como el campo donde está escondido el tesoro de Dios que siempre se busca y se encuentra, como señalaba el Abad General en su homilía de los 50 años de la fundación del monasterio de Solius. La humildad es solamente un medio para llegar a la caridad de Dios que hecha fuera el temor, y que hace que la observancia se alcance no por un temor sino sin  esfuerzo, de modo natural, al haber hecha de ella un hábito, por amor a Cristo; por el gusto del bien y de las virtudes. Sentirse siempre en la presencia del Señor, pero no con un miedo incómodo que hacerse sentirse como vigilado, sino como en presencia del amado, de modo confiado.



San Benito nos ofrece en este capítulo como un curso práctico de la humildad, para avanzar en la vida monástica. Un camino liberador que nos va alejando de la angustia y el temor que nos cierran el paso hacia el amor auténtico. Cuando dejamos nuestro egoísmo que nos encierra en actitudes que no tienen nada de cristianas, podemos vivir en el amor y vivir para el amor, bello y difícil a la vez.  San Benito nos muestra que no es una utopía, no es imposible, sino que depende de nosotros: cerrarnos o abrirnos al amor de Dios. No es una teoría, unas frases bonitas; fundamentalmente es práctica, un programa para nosotros en particular, para llevarlo a término y encontrar, finalmente, en nuestro interior el tesoro escondido, Dios. Para san Benito es necesario partir a menudo de la experiencia dolorosa de no amar, de ser incapaces de no amar a los otros. El amor para san Benito, nace del grito de impotencia de nuestra conciencia, de nuestra fragilidad para confiar en Dios. Ser incapaces de amar puede ser un punto de partida, para ir, desde aquí más allá.


La vida del cristiano tiene que ser generosidad, no caer en el constante mercantilismo, en el fondo en el infantilismo, de amar solo si creemos que los otros nos aman, de hacer si los otros hacen de acuerdo con nuestros gustos. Hemos elegido, hemos sido llamados, a una vida comunitaria; esta es nuestra vocación. Pero no puede ser una segunda opción, no una elección porque hayamos sido o nos hayamos sentido incapaces de por ejemplo ser padres de familia. Pensemos alguna vez como viviríamos algunas de nuestras actitudes diarias en el ambiente de una familia, como padres, como esposos, ya algunos como abuelos; porque nuestra carencia de generosidad hacia los otros seguramente la habríamos aplicado a nuestros hijos, nietos y esposa del mismo modo que quizás lo aplicamos ahora y aquí a la comunidad, a nuestros hermanos.



Dice el Papa Francisco que el amor cristiano tiene siempre una cualidad: la concreción. El amor cristiano es concreto. Jesús cuando habla del amor, habla de cosas concretas, y cuando no es así, vivimos un cristianismo de ilusión, falso, porque no entendemos bien el mensaje de Jesús. Entonces entramos en un mercantilismo del amor, en el “yo hago si tú haces”, “ahora no hago lo que me toca, porque me han mandado o me han dicho algo que no me parece bien”… Caemos en un pesimismo espiritual, a menudo, incluso, nos agrada caer poco a poco hasta que no podemos salir; pensábamos que teníamos el control, pero al final nos sentimos atrapados, y corremos el riesgo de vivir siempre en la amargura y en la pérdida de sentido.



San Benito nos presenta a lo largo de este capítulo todo un ejercicio para mantenernos espiritualmente sanos y crecer día a día en nuestro rendimiento espiritual. Y aquí todos somos coautores de la vida comunitaria; a nuestro cumplimiento del compromiso con el Señor se une el de los demás, y así se va haciendo un camino de maduración de la comunidad. No olvidando nunca  que hemos venido para buscar a Dios, o como nos dice el Abad General: “el monje que ya no vive en el monasterio esta búsqueda de Dios, no es monje, no es fiel a la llamada de Dios, al “testimonio” que está llamado a dar a la Iglesia y al mundo” (Solius 21 Enero de 2017)



Reconocer la presencia de Dios en nuestra vida, aceptar su voluntad, buscar la dirección espiritual, perseverar, reconocer las propias faltas, vivir con sencillez, ser honrado consigo mismo, abierto a aprender de los demás, aceptarlos como son, estar serenos… así reconoce la abadesa Montserrat Viñas este camino hacia la humildad que acaba echando fuera todo temor y hace del amor algo natural y habitual. Todo este capítulo es un visión humanista de Dios, de un Dios que conoce nuestra debilidad, pero sabiendo que si perseveramos, seremos capaces de avanzar. San Benito no nos dice que seamos perfectos, sino que seamos honrados con nosotros mismos;  no nos dice que estemos sin mancha sino que reconozcamos la presencia de Dios. La verdadera humildad es un “yo” que se acepta a si mismo sin exagerar; ni supeditado a la aprobación ni a la culpa; la humildad entendida así, como una capacidad de conocernos a nosotros mismos como  Dios nos conoce y ser conscientes de nuestra fragilidad, es precisamente nuestra fuerza, la que nos permite ponernos delante de Dios. La humildad como fundamento de nuestra relación con Dios, de nuestra relación con los demás y cono nosotros mismos, aceptándonos y descubriendo la manera de utilizar nuestros talentos y debilidades, colocándolas al servicio del Señor. Conocerse a sí mismo de manera realista, para colocarnos ante Dios y reconocer entonces a los otros, débiles como nosotros.


Escribe san Bernardo:

A la humildad se la llama el camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad el premio al esfuerzo… Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros por la autocrítica; en el prójimo por compasión en sus desgracias; y en si misma, por la contemplación de un corazón puro”  (Los grados de la humildad y de la soberbia 1,7)

lunes, 16 de enero de 2017

CAPÍTULO 7, 44-48 LA HUMILDAD



CAPÍTULO 7, 44-48

LA HUMILDAD

El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. 45La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. 48Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señormi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».
Vivir la experiencia de la presencia de Dios en cada momento de nuestra vida; no esconder nada al Señor, sino reconocer humildemente nuestras debilidades y manifestarlas, a fin de que, poniendo la confianza en el  Señor, las superemos poco a poco, afrontando las dificultades confiando en el Señor sin desesperar nunca de su misericordia.
Somos conscientes de nuestros votos de obediencia, pobreza y conversión de costumbres, pero nos gustaría una aplicación a la carta, de acuerdo a nuestro gusto personal, y elegir, así en cada momento lo que nos va bien.
Cuantas veces, escribe Dom Guillermo, abad de Monte de Gatos, cambiamos de ala del claustro, nos ponemos la capucha, o aceleramos el paso, para evitar cruzarnos y saludar, aunque con un simple movimiento de cabeza, a aquel que, aunque no consideremos enemigo, Dios no lo permita, nos molesta de alguna manera.
Este puede ser un aspecto a tener presente en este grado de la humildad. No evitar lo que creemos que nos provocará rechazo, sino abrir el corazón a la misericordia, de manera que la podamos recibir también de los hermanos y de  Dios. Hoy todos tenemos un alto grado de autodefensa de nuestra intimidad, nos molesta que entren en nuestra intimidad y descubran nuestros puntos débiles.
San Benito nos habla aquí de una actitud hacia Dios más que hacia los hombres, porque la verdadera humildad es reconocer ante Dios que somos pecadores y que todo lo recibimos de él, y sobre todo el perdón, que es el fruto de su amor, siempre fiel.
Escribe san Bernardo que “de muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: “yo no lo he hecho”, o “sí, lo hice pero no lo hice como debía”. Si alguna cosa hago mal, entonces digo: “no lo he hecho mal del todo”; si lo hice mal entonces añade: “no hubo mala intención”. Pero si le convences de su mala intención, como Adán y Eva, se excusa acusando a otros. Quién se excusa con descaro ante la evidencia, ¿cómo va a poder descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malo que llegan hasta el mismo corazón?” (De gradibus humilitatis et superbiae, 45)
Nuestra  relación con Dios no puede ser puramente espiritual; tiene que ser  encarnada, pues él mismo se encarnó, haciéndose hombre. Dios viene a encontrarnos a través de la mediación humana, que viene a ser su Hijo, en todo como nosotros menos en el pecado. El acto por el cual  nos reconocemos pecadores ante Dios ha de tener una visibilidad humana, que será efectiva, cuando así lo reconocemos ante la comunidad o alguno de los hermanos.
Cuando san Benito nos habla de que el 5º grado de la humildad es “manifestar humildemente a su abad todos los malos pensamientos que le nacen en el corazón y las faltas cometidas secretamente”  hemos de considerar que lo que pretende no es si somos bastante humildes como para abrirnos al abad, sino si somos lo suficiente humildes para abrir nuestro interior a Dios; y se supone  que lo revelan a Dios a través del abad, que representa a Cristo en la  comunidad.
Nuestra sociedad ha perdido el sentimiento de la culpa a nivel social e individual. Ante las faltas, las debilidades, los pecados, tenemos tres recursos. El primero, es el sacramento de la penitencia. Tenemos en el monasterio oportunidades suficientes, con los sacerdotes de la comunidad, con el confesor que viene cada mes, o con sacerdotes que nos visitan, para cumplir este precepto sacramental, muy necesario en la vida de todo cristiano, y sobre todo en la vida del monje.  Un segundo recurso es el capítulo de culpas por las faltas contra la  Regla y la vida comunitaria. Este capítulo ha desaparecido. La fórmula que se aplicaba en los últimos años no era muy efectiva si tenemos en cuenta, como nos dice la experiencia que tienen en otros monasterios, que la practican; pero tampoco es inútil repensar  cómo exponer en capítulo los fallos de la comunidad, pues cuando nuestras faltas individuales se unen a las de los demás, acaban por ser faltas comunitarias. La Cuaresma, que es un tiempo de preparación y camino hacia la Pascua, se acerca, siendo un momento privilegiado para trabajar este tema, buscando el modo de hacer una reflexión comunitaria sobre nuestra vida de monjes y su proyección en la comunidad, y plantearse como avanzar positivamente. El recurso tercero es el que hoy nos propone san Benito. Lo podríamos resumir en “hacer las paces antes de la puesta de sol con quien ha habido discordia, y no desesperar nunca de la misericordia de Dios” (RB 4,73-74)
Dice el Papa Francisco que “el perdón es aquello de lo que todos tenemos necesidad, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que todo pecador es llamado a compartir con cada hermano que encuentra. Todos aquellos que el Señor ha colocado a nuestro lado, los familiares, amigos, conocidos, todos están, como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es hermoso ser perdonados, pero si quieres ser perdonado, perdona tú también” (Catequesis 30 Marzo 2016)
Más dificultad tendremos para perdonar si nos vienen a la memoria las faltas cometidas y pedimos a Dios perdón, como escribe san Elredo: “Eso es lo que te pido, confiando en tu misericordia omnipotente y en tu omnipotencia misericordiosa: que con el poder de tu Nombre suavísimo, y por el misterio de tu santa humanidad, perdones mis pecados y sanes las debilidades de mi alma, al acordarte de tu bondad y olvidando mi ingratitud”.