domingo, 26 de febrero de 2017

CAPÍTULO 51 LOS HERMANOS QUE NO SALEN MUY LEJOS



CAPÍTULO 51

LOS  HERMANOS QUE NO SALEN MUY LEJOS

El hermano que sale enviado para un encargo cualquiera y espera regresar el mismo día al monasterio, que no se atreva a comer fuera, aunque le inviten con toda insistencia, 2 a no ser que su abad se lo haya ordenado. 3 Y, si hiciere lo contrario, sea excomulgado.

San Benito regula hasta los detalles más pequeños de la vida comunitaria que tienen relación con la obediencia. Aquí, en este capítulo, se refiere a comer fuera sin permiso del Abad, cuando se ha salido del monasterio obedeciendo al abad para algún asunto.

Sin duda el  concepto de distancia ha cambiado mucho desde aquella época: hoy podemos desayunar en Roma y comer en Poblet el mismo día; pero lo que no ha cambiado tanto es el sentido que san Benito  pide al monje:  que se resista a comer fuera, aunque alguien le insista mucho en ello. Se podría resumir en una frase que a algunos de vosotros os sonará como una frase ya oída de boca de uno de mis predecesores, la famosa “no vayáis por las casas”. 

En este aspecto hemos mejorado bastante, pues yo de pequeño recuerdo monjes comiendo en casa de mis padres, con bastante frecuencia. Ciertamente ir a Tarragona no era tan fácil como hoy, ni todos conducían, ni teníamos tantos coches. Incluso alguno de los que venían con asiduidad pedía con antelación un plato concreto; no puedo decir que nos provocara escándalo, pero sí alguna sonrisa más o menos piadosa. Y no creo que nuestra casa fuese el único destino de estos monjes. También hemos oído contar, a amigos del monasterio,  que venerables monjes iban a su casa los jueves en la hora del paseo. Y es que fuera del monasterio, posiblemente le ofrecerán platos de una cualidad superior y más variada de la que tenemos en casa.

La idea fundamental de san Benito es que el monje salga fuera del monasterio para cumplir un servicio, y ello sin servir de pretexto para permitirse lujos que no son propios de nuestra vida, ni ir de  visita allá donde no nos corresponde.

¿Qué puede haber detrás de estas salidas, algunas no legítimas, por decirlo de una manera más concreta?  Seguramente una cierta necesidad  de reconocimiento, de contacto con el exterior, de ser, en cierta medida, venerado por el hecho de llevar hábito.En este sentido también ha cambiado la sociedad. Ir en estos tiempos, con hábito o con clergyman puede ser ocasión de escuchar algún reproche, o incluso alguna otra expresión más fuerte, más que provocar respeto. Cuando salimos podemos ir vestidos como consideremos mejor, pero siempre con una cierta dignidad, y si somos varios con una cierta uniformidad. Sobre todo, según el lugar a donde nos dirigimos es mejor hacerlo con hábito.  Lo realmente importante es no buscar un reconocimiento y una consideración particular, por el hecho de ser monjes.

El monje enviado fuera del monasterio para un servicio comunitario, o para un servicio de Iglesia en nombre de la comunidad ha de seguir dando testimonio de su calidad de vida, más que singularizarse o hacer valer su identidad de monje.Fijémonos en el inicio de este capítulo donde encontramos una pequeña frase que parece inofensiva, pero que lleva una gran fuerza interior: “el hermano que es enviado por un encargo”. Reflexionemos un poco en las implicaciones de esta frase. Los monjes hemos elegido una vida de soledad, para vivir en el monasterio. tan sólo una misión encomendada nos debe llevar a  salir. San Benito no juzga la frecuencia de las salidas, sino su naturaleza y de manera especial su motivación. Además de las razones de estudio o de salud, la propia, la de familiares o la de los hermanos de comunidad que hay que llevar al médico, el monje sale  para un servicio a comunidad o a terceros en nombre de la comunidad.Para san Benito no deberíamos tener libertad para salir excepto de que nos sea mandado. 

Pero también podemos salir con nuestra mente, ni sacar los pies de casa. La comunidad monástica necesariamente tiene muchos y diversos vínculos con la Iglesia, y con la misma comunidad humana. Para vivir en comunión con la Iglesia y la humanidad, el monje necesita estar informado de las principales preocupaciones y desafíos  que afrontan hermanos y hermanas en el mundo. Los medios de  comunicación nos facilitan esta comunión. A la vez, también constituyen un peligro, pues  pueden provocar en nosotros dispersión al hacer de ellos un uso continuado. En este caso es pertinente desarrollar una ascesis personal, en lugar de intentar controlar el acceso a a estas fuentes de información mediante regulaciones y normas, para las que siempre hay tiempo de hacerlo, y que en algunos monasterios ya se aplican. 

Lo que dice san Benito de las breves ausencias del monasterio, se puede aplicar también de manera más amplia. En la vida comunitaria siempre existen una gran número de servicios a llevar a cabo por un monje o por otro. Muchos de estos servicios implican responsabilidades, las cuales proporcionan acceso a una más amplia libertad de movimientos y a ciertos privilegios. Nuestra responsabilidad es mantenernos siempre en un espíritu de servicio; y esto se debilita cada vez que una responsabilidad se vive como una respuesta a una necesidad personal de ejercer o de utilizar los beneficios materiales que no tienen otros hermanos. Pero este terreno es tan sutil que creo sería ilusorio querer regularlo en sus más pequeños detalles. Lo importante es desarrollar un profundo respeto y el sentido individual del servicio a Cristo, que vino como dijo él mismo “a servir y no a ser servido”

Y como hemos escuchado esta semana en la lectura de colación a Fray Juan Justo Lanspergio, cartujo en sus Cartas de acompañamiento espiritual: “créeme que no he tenido intención de juzgarte, sino de aconsejarte, predicarte y exhortarte, como el que habla a la multitud y no sabe a quien toca, y tal vez en su auditorio no haya quien se sienta acusado en su conciencia”. (Carta 30)

domingo, 19 de febrero de 2017

CAPÍTULO 46 LOS QUE INCURREN EN OTRAS FALTAS



CAPÍTULO 46

LOS QUE INCURREN EN OTRAS FALTAS

Si alguien, mientras está trabajando en cualquier ocupación en la cocina, en la despensa, en el servicio, en la panadería, en la huerta, en un oficio personal o donde sea, comete alguna falta, 2 o rompe o pierde algo, o cae en alguna otra falta, 3 y no se presenta enseguida ante el abad y la comunidad para hacer él mismo espontáneamente una satisfacción y confesar su falta, 4 si la cosa se sabe por otro, será sometido a una penitencia más severa. 5 Pero, si se trata de un pecado oculto del alma, lo manifestará solamente al abad o a los ancianos espirituales 6 que son capaces de curar sus propias heridas y las ajenas, pero no descubrirlas y publicarlas.

Podemos cometer faltas evidentes para los demás, como romper o perder algo, y también cometer pecados secretos del alma, que sólo o nosotros mismos conocemos. Pero para ambos casos san Benito nos pide reconocerlos, no esperar que sean descubiertos por otros y esto nos permite dar un primer paso para superarlos.

San Benito nos habla  en primer lugar de las faltas en nuestro trabajo, ya que también aquí hemos de tener cuidado con las herramientas, como afirma en el capítulo 32, ya que son de la comunidad y hoy las utilizas tú, y mañana seré yo quien tendrá necesidad de ellas. Es importante destacar que san Benito  nos habla siempre de lo que hacemos en concreto: trabajo manual o intelectual,, en la cocina o portería, hospedería o biblioteca dirigiendo el canto o lavando la ropa, en una visita o en el huerto, en el órgano o atendiendo a los enfermos… Todo es para bien  de todos, y es preciso hacerlo de la mejor manera posible, y por otro lado no vanagloriarnos si lo hicimos bien, ni reprender  o dejar en evidencia a otro si no lo hizo bien. Eso sí: buscar siempre hacer las cosas lo mejor posible. Lo cual no nos debe llevar a caer en un perfeccionismo que ponga en evidencia a los hermanos.

No estaría de más, en ciertas ocasiones, tener un gesto de comprensión cuando los otros falten en alguna cosa, o no sale bien algo, pues lo importante es ayudarnos mutuamente para que todo vaya bien en la vida de la comunidad. Al fin y al cabo, todos hacemos cosas bien, otras que no lo son tanto, y no faltan tampoco las que hacemos mal. Aprender a soportarnos unos a otros las debilidades físicas y morales se nos hace  a veces penoso, pero es algo que además de ser cristiano, es muy necesario cuando vivimos en comunidad, todos buscando el mismo horizonte: Dios.

Por ello es importante reconocer lo que hacemos mal y no escondiéndonos con la esperanza de no ser descubiertos, pues faltas, repito, todos las cometemos, por acción, omisión, de palabra o de obra. Cuando no hacemos aquello que nos corresponde, o que nos mandaron hacer, faltamos a la caridad, como dice el lenguaje monástico. Cuando hacemos algo y queremos cobrar  de una u otra manera incurrimos en falta. Cuando no hacemos de corazón, y no ponemos todos nuestros sentidos, aunque parezcamos dar la imagen de monjes perfectos, también faltamos, pues  Dios y nosotros mismos somos conscientes de que no hubo perfección en el obrar.

Todo está, debe estar, al servicio de la comunidad. Hay quien es válido para muchas cosas, otros no lo son tanto; uno puede aportar gran capacidad de trabajo, otro un conocimiento extenso en algún aspecto, pero todos juntos estamos al servicio de Cristo.

Un ejemplo es el coro cuando el Oficio  Divino: los cantores nos ayudan a orar todos juntos a un mismo ritmo; el organista ayuda a seguir la melodía; si nos separamos ni el órgano tendría sentido en la salmodia, ni la comunidad sin cantores podría orar bien. Es necesaria una coordinación de todos, una atención a quienes llevan la responsabilidad de los distintos aspectos del Oficio  Divino, o lo mismo si se trata de otros aspectos de la vida comunitaria.  En las Cartas de un Cartujo, su autor Juan Justo Lanspergio nos dice: “actúas contra la caridad no colaborando con la comunidad de la que  eres miembro”.

A esto nos ayuda el reconocer siempre los propios errores cuando los cometemos, y buscando una restauración de la comunión con nosotros mismos, con la comunidad y con Dios.
Esta consideración de la compensación por la falta lleva a san Benito a hablar en el capítulo siguiente de “los que cometen errores en el oratorio” durante  el Opus Dei.

Hace unos años que abandonamos un ritual complejo para dar satisfacción: tocar tierra con la mano cada vez que se cometía un error en el canto o en recitado, y también la postración del monje a tierra, o de rodillas cada vez que había un error más o menos grave en el ejercicio de un servicio, como, por ejemplo, el servicio del refectorio.

Se han abandonado la mayor parte de estos rituales, probablemente se habían convertido en algo artificial, inútil, e incluso ridículo; en algunos monasterios cuando se rompía una herramienta el culpable debía arrodillarse a la puerta del refectorio con el objeto roto, y permanecer así hasta haber pasado la comunidad. Eran solo gestos, pero que quizás servían para hacernos conscientes de que todos nos equivocamos. Al perder estos ritos quizás nos hemos hecho algo inconscientes de nuestra responsabilidad siempre que estamos llamados a realizar un servicio comunitario. Así perdemos una dimensión humana de nuestra persona.

Es realmente importante en la vida espiritual, igual que en toda vida humana admitir los propios errores, también los involuntarios, pero sobre todo aquellos de los que somos más conscientes, sin lo cual no es posible la corrección, y se corta también el progreso espiritual. Y  todo ello afecta a la vida comunitaria de una o de otra manera. Por otro lado reconocer los errores y pedir disculpas si hemos molestado es también una actitud de respeto.

El otro punto, hace referencia a los pecados secretos de nuestra alma. San Benito habla de reconocerlos delante del padre espiritual. Hoy, diríamos, en una confesión sacramental privada, que en aquel tiempo todavía no existía. La Regla describe también la actitud que deben tener los que escuchan a quienes han faltado. Pues tenemos que saber curar las propias heridas para, luego, atender a las heridas de los demás. Y tener una absoluta discreción de lo que se escucha, una  buena abertura de corazón.

Para san Benito, como en el caso de otras reglas, una vida comunitaria solamente tiene sentido si nos lleva a una pureza de corazón que nos permite ver a Dios; como dice el Evangelio: “Felices los limpios de corazón, ellos verán a Dios” (Mt 5,8).  Un evangelio que también nos dice con claridad: hemos de disponernos, dar, llevar, no desentendernos, orar, amar.

domingo, 12 de febrero de 2017

CAPÍTULO 39 LA RACIÓN DE LA COMIDA




CAPÍTULO 39: LA RACIÓN DE LA COMIDA


  
Creemos que es suficiente en todas las mesas para la comida de cada día, tanto si es a la hora de sexta como a la de nona, con dos manjares cocidos, en atención a la salud de cada uno, 2 para que, si alguien no puede tomar uno, coma del otro. 3 Por tanto, todos los hermanos tendrán suficiente con dos manjares cocidos, y, si hubiese allí fruta o legumbres tiernas, añádase un tercero. 4 Bastará para toda la jornada con una libra larga de pan, haya una sola refección, o también comida y cena, 5 Porque, si han de cenar, guardará el mayordomo la tercera parte de esa libra para ponerla en la cena. 6 Cuando el trabajo sea más duro, el abad, si lo juzga conveniente, podrá añadir algo más, 7 con tal de que, ante todo, se excluya cualquier exceso y nunca se indigeste algún monje, 8 porque nada hay tan opuesto a todo cristiano como la glotonería, 9 como dice nuestro Señor: «Andad con cuidado para que no se embote el espíritu con los excesos».   10 A los niños pequeños no se les ha de dar la misma cantidad, sino menos que a los mayores, guardando en todo la sobriedad. 11 Por lo demás, todos han de abstenerse absolutamente de la carne de cuadrúpedos, menos los enfermos muy débiles.

Sería fácil decir que la medida de la comida es comer sin medida, pero no es esta la idea de san Benito,  “ya  que no hay nada tan contrario a un cristiano como el desenfreno”.  El título del capítulo es la medida de la comida. No hay duda que la palabra “medida” o “ración” tiene un significado muy concreto. Así se mide físicamente la porción de pan o la cantidad de platos a servir. Pero detrás de esta concreción material de la medida está la idea cercana a la discreción, que es algo también muy presente en la Regla. Y todo siempre sin murmurar. San Benito nos habla de la medida en cuanto se refiere a la excomunión, a nuestras fuerzas si nos mandan cosas imposibles, o a las correcciones. También en el capítulo siguiente sobre la bebida habla de una cierta cantidad, la “hémina”, una medida a la que los especialistas han dedicado tiempo de estudio para determinar su alcance exacto, pero sin resultados.


A diferencia de otras veces, en que san Benito cita textos bíblicos antes de entrar en las consecuencias prácticas de un determinado tema, aquí san Benito empieza ya por las normas prácticas. Él cree que para la comida cada día son suficientes dos platos cocidos. Por tanto, dice, si alguno no puede comer de uno de ellos, normalmente debería poder comer del otro. Pero no excluye el que se puedan comer los dos; dice que cuando vemos el primer plato que no es de nuestro gusto, no desesperen nunca de la misericordia de Dios, que posiblemente el segundo plato será más de nuestro agrado. Para san Benito esta medida debería ser suficiente para todos los hermanos;  suficiente es una palabra que aparece en diversos capítulos de la Regla,  aquí parece referirse a que el hombre, ciertamente, necesita el alimento para vivir, comer para satisfacer  una necesidad básica, para alimentarnos y preservar la salud. Todo lo que se añade a lo que es suficiente, o bien es exceso, o una simple satisfacción de placer carnal. Es obvio que no se excluye el poder gozar de una buena comida, ya que el placer también es saludable por él mismo; pero cuando el objetivo es comer para gozar, más que satisfacer una necesidad, la idea de medida de san Benito ha  sido excluida.


La Regla está lejos de la actitud de algunos ascetas de los primeros siglos del cristianismo que vieron en la abstinencia radical un ejercicio ascético con el objetivo de dominar la naturaleza humana.  Cuando  san Benito habla de medida, en este ámbito y en otros, no presenta una especie de norma, objetivo o cantidad que todos deban seguir ciegamente; más bien para él lo importante es tener en cuenta unos valores que permitan respetar la sobriedad y evitar los alimentos raros y caros; cosa que también nosotros debemos tener presente. San Benito no nos presenta una teología del ayuno, pero nos da unos preceptos básicos que muestran que es preciso tener en cuenta unas motivaciones y disposiciones espirituales;  por ello no habla de grandes penitencias, sino de medida. La misma actitud encontramos en el capitulo siguiente, sobre la bebida, donde hablando a veces en un tono irónico y cierto humor, de que si el vino no es adecuado para los monjes, como no se les puede convencer, es más práctico aconsejar de no beber hasta la saciedad, teniendo en cuenta las condiciones del lugar del trabajo, el calor del verano…


San Benito insiste siempre en la actitud del corazón, que en la práctica debe abstenerse de la murmuración. La pasión por la comida es desear alimentos por el mero placer, sea por cualidad o por cantidad viene a ser la gula, que es uno de los pecados capitales, y que se combate con la templanza.


Como vivir esto, hoy, en una comunidad, no parece fácil.Hay quién en el refectorio se lo come todo y repite; hay quién ante platos con los que no puede los rechaza, también quienes no comen en el refectorio y acto seguido justo levantarnos de la mesa ya están en la cocina llenándose por ejemplo de frutos secos, también tenemos quien pone cara de pocos amigos por sistema y suspira por cualquier tiempo pasado y quizás entonces suspirase por la cocina de su casa que vete a saber quizás tampoco le complacía. Seguramente algunos también teníamos de niños a nuestras madres bastante aburridas con este tema bien por no comer o bien por protestar siempre. Pero al fin y al cabo echando un vistazo no parece que ninguno de nosotros esté a las puertas de la anemia ni necesitado de una atención nutricionista suplementaria. Cocine quién cocine, en casa o fuera, seguramente nunca será del agrado de todos ni olvidaremos nunca escrutar el carro de los servidores en cuanto entran en el refectorio, ni dejaremos de intentar averiguar levantando bien alta la cabeza que han servido a los huéspedes antes de que nos llegue a nosotros o incluso algún lector seguirá interrumpiendo la lectura para centrar su atención en el contenido de las fuentes y así cuando baje a comer a segunda mesa ya habrá establecido su opinión a favor o en contra de lo que le sirvan para comer. Aquí también el recurso sería fácil, mucha gente ya querría tener sobre la mesa lo que nosotros  tenemos, pero quizás esto no nos sirva de consuelo como no nos servía cuando nos lo decían nuestros padres de pequeños, ¿acaso porque todavía nos hace falta crecer espiritualmente?



San Bernardo nos advierte contra el empacho con su contundencia habitual, cuando escribe: “cuántos trastornos ocasiona el placer de la gula en nuestros días; que delicia tan corta la suya, y cuánta incomodidad, y al fin y al cabo para limitarse a un pequeño espacio del cuerpo  (el estómago). Para saciarlo se inflará monstruosamente el vientre, se cargarán las espaldas al dilatarse el estómago lleno de grasas que deterioran la salud. Ni los huesos podrán un día con el peso de tanta carne y brotarán los achaques más diversos”. (A los clérigos sobre la conversión, 13)


Lo realmente importante es no caer en centrar toda nuestra vida en el comer, porque entonces vamos a tener muchas decepciones, cocine quien cocine, lo que será una muestra evidente de nuestra pobreza espiritual. No perdamos  nunca de vista que hemos venido al monasterio a buscar a Dios, y por ello lo que necesitamos es alimentarnos primero de la Palabra, de la plegaria, del trabajo, y, para no desfallecer, alimentarnos suficientemente, y si puede ser de nuestro gusto mejor, pero sin llegar a empacharnos, superando lo que  Guillermo de Saint Thierry califica de animalidad, o manera de vivir según la cual el alma está sometida a las exigencia y caprichos del cuerpo. (Carta a los hermanos de Monte de Dios, II,1)