domingo, 26 de marzo de 2017

CAPÍTULO 2,1-10 CÓMO DEBE SER EL ABAD



CAPÍTULO 2,1-10

CÓMO DEBE SER EL ABAD

El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. 2Porque, en efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su sobrenombre, 3según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!» 4Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se desvíe de los preceptos del Señor, 5sino que tanto sus mandatos como su doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la justicia divina, 6Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios. 7Y sepa el abad que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el padre de familia encuentre en sus ovejas. 8Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda suerte de remedios para sus enfermedades, 9en ese juicio de Dios será absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos, despreciándome, me desecharon». 10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo. me desecharon». 10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin  cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo.

San Benito sabe bien que el abad es un hombre como otro cualquiera, que tiene simpatías y antipatías, momentos buenos y malos, y lo que le pide es que no olvide a qué servicio le llama el Señor a través de su misma comunidad. El modelo de la comunidad monástica es la primera comunidad apostólica, y san Benito le pide que haga las veces de Cristo, y por lo tanto no haga distinción de personas. Este es un problema importante  para el abad y para cualquier otro monje: que le árbol de la visión personal no deje ver el bosque de los restantes hermanos. “Ahí es nada” que dirían en Castilla; ya que incluso Cristo tenía un núcleo más íntimo con Pedro, Santiago y  Juan. Obviamente el abad no es Cristo, y por eso si cualquier cristiano, o monje necesita interiorizar y profundizar el contacto con la Palabra de Dios, el abad mucho más.

“Por el hecho de ser abad no dejas de ser monje. Al monje lo hace la profesión, al abad, la necesidad. Y para que la necesidad no ensombrezca la profesión, que tu condición de abad se añada sin suplantarla a tu condición de monje”, como escribía san Bernardo al arzobispo Enrique.

Decía al Abad General en mi bendición que “el abad como Pedro ha de permitir que Cristo cuide de su miseria. ¡Ay de los superiores que se creen obligados a ser perfectos! Pedro es llamado a amar a Jesús más que los otros (cfr Jn 21,15), no porque sea capaz o digno, sino porque Cristo le ha perdonado mucho, porque Cristo ha lavado sus pies, sucios con el barro de la presunción y del orgullo  mucho más que todos los demás. A quien mucho se le ha perdonado, se le pide amar más. (cfr Lc 7,47) Cuando un superior quiere obtener una gracia para su comunidad, el método más seguro es acordarse de ofrecer al Señor su propia miseria. Los mejores administradores del  tesoro de Dios son los mendigos”.

El abad no es nunca lo bastante digno para regir un monasterio, como cualquier otro monje no ha de creerse o designarse como maestro. Tanto la comunidad como él mismo han de pedir, constantemente al Señor, luz y preocuparse y ocuparse en no mandar, ni establecer, ni hacer nada l margen del precepto del Señor. En cierta manera podría decirse que el abad no hace lo que quiere o lo que  le vendría de gusto hacer, sino aquello que cree que ha de hacer, incluso si en ocasiones percibe que ello le va  a suponer más bien tristeza que alegría, y tenga que hacer como dice el Cardenal  Martinez Sistach, citando al cardenal Jubany la función de un guardia urbano que procura evitar colisiones y enfrentamientos.
El fundamento del equilibrio está, como nos lo dice san Benito, tanto en la doctrina del abad que no puede ser otra que la que nos trae la Regla, interpretando aquello que el Señor pide a una comunidad, como en la obediencia de los discípulos. Las dos cosas recalca san Benito. Una doctrina que no puede alejarse de ninguna manera de lo que nos dice san Benito, como la obediencia, la práctica del silencio, la reverencia en la plegaria, la medida en la comida y en la bebida, el no hacer tarde al Oficio divino y al refectorio, no atreverse a pegar a otro, ocuparse en el trabajo;  y observar todo “por amor del Cristo, por la costumbre del bien y por el gusto de las virtudes ((R 7,69)

Transmitir una doctrina como esta exige un trabajo previo de estudio y reflexión; uno ha de elaborar las propias ideas, para exponerlas a continuación. Ciertamente que este es un trabajo serio que queda en el ámbito privado, pero para guiar a otro, no es suficiente con dar alimento, es preciso también que el otro quiera aprovechar lo que se le da. Por eso a la hora de corregir a los hermanos, san Benito vuelve a mandar al abad que se adapte al temperamento de cada uno. Aquí hay una gran dificultad en el servicio abacial: saber tratar con halagos o con reprensiones, o con persuasión, según  la manera de ser de cada uno, según su inteligencia, adaptándose a todos para no tener que lamentar perdidas en el rebaño confiado.

Una de las cosas más interesantes en la vida comunitaria, pero también de las más difíciles, es la adaptación a los otros, buscando a la vez el bien común y dejando de lado los propios gustos o intereses. Quizás la adaptación al trabajo, al Oficio divino y a la Lectio, son cosas a las cuales uno se puede ir adecuando con más o menos facilidad, aunque conviene no descuidarse para no caer en la acedía. Pero las relaciones fraternas se ponen a prueba de manera especial porque tocan nuestro ego, tienden a descubrirnos lo que verdaderamente somos y a desnudarnos a nosotros mismos.. Podemos intentar huir refugiándonos en nuestras propias ocupaciones o en la soledad, pero en una vida comunitaria no nos  podemos esconder totalmente. Hay una tendencia natural a mirar las cosas desde uno mismo y a hacer de nuestra visión el modelo que os demás deberían seguir. Pero siempre es preciso hacer un camino personal de salida de nuestro yo y de abertura al otro. Quizás solamente le queda al abad,  si ha dedicado toda la diligencia de que es capaz y ha dado a conocer la verdad, el consuelo de superar el terrible juicio de Dios, donde se le imputará todo lo que el Buen Pastor encuentre de menos a favor de las ovejas. Ciertamente no sería ningún consuelo que todas las ovejas escaparan de la muerte a costa de descuidar el cuidado  por las indóciles o necesitadas de ayuda. La comunidad es una tarea de todos, todos juntos hacemos camino y toda pérdida no satisface a nadie, sino que empobrece y entristece a todos. Esforcémonos por hacer el camino juntos, soportando nuestras debilidades tanto físicas como morales, pero también intentando cada día dar un paso adelante en la construcción de la comunidad, poniendo nuestros dones y carismas al servicio de los demás con generosidad.  Pensando siempre más en lo que podemos hacer nosotros por la comunidad, que no lo que puede hacer la comunidad por nosotros. Todos hemos recibido el Espíritu que nos hace hijos y nos lleva a gritar ¡Abba, Padre!. Apliquémonos todos juntos con la mayor diligencia en recibir en nuestros corazones la levadura de la justicia divina.



domingo, 19 de marzo de 2017

CAPÍTULO 72 DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES





CAPÍTULO 72

DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales.6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán  desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Este capítulo viene a ser una síntesis doctrinal de toda la Regla, y también debería ser el hilo conductor de toda nuestra vida de monjes, es decir de acuerdo a la voluntad del Señor. Así se sugiere en el Prólogo de cara a alcanzar la caridad perfecta.

La caridad en el día a día debe ser la medida de nuestra relación con Dios y con los otros. No exigir nada a cambio de nuestra caridad, ni a Dios ni a los demás; prefiriendo el olvido de sí mismo de nuestras propias necesidades o caprichos ante las necesidades de los otros.; llegando de este modo a la plenitud de la caridad con un amor humilde y sincero hacia los hermanos, por encima de nuestro espíritu, a veces mezquino o contestatario.

Fijos los ojos en este objetivo asumiremos los sufrimientos propios de nuestra condición humana y  gozaremos de la paz y gozo en lo íntimo de nuestro corazón, no prefiriendo nada sino a Cristo. Necesitamos ser celosos, con el celo que aleja de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Celosos para la asistencia y la puntualidad al Oficio divino, con aquel celo que san Benito pide para el monje encargado de dar la señal para que todo se haga a la hora correspondiente. (R 47)

Celosos por el Oficio divino, por la obediencia, por las humillaciones, como se pide para entrar en la comunidad (R 58). Celosos por el celo de Dios y con la intención pura para no caer en desórdenes. (R64)  Celosos con aquel buen celo que hizo que Jesús arremetiese en el templo contra aquellos que habían hecho de la casa del Padre un lugar de mercado.

Pero también hay un celo malo que consume y no deja vivir, que no aleja de Dios y de los hermanos, y que como dice san Benito nos lleva hacia el infierno; a nuestro propio infierno, donde somos nosotros los que cargamos y avivamos el fuego que, lentamente, va consumiendo nuestra vocación con nuestro egoísmo, nuestra insolidaridad y la cobardía para afrontar nuestro compromiso con Dios y la comunidad, con sinceridad y honradez. Un infierno particular que nos puede llevar a hacer también un infierno para los otros, hasta llegar a creernos víctimas de persecución cuando escuchamos cualquier cosa que se diga y que interpretamos como contraria a nuestra voluntad, y que no viene a ser otra cosa que la muestra de nuestro empobrecimiento espiritual.

Es el celo de Santiago y Juan, que al ser rechazados en un pueblo de samaritanos piden al Señor que haga bajar fuego del cielo y los consuma, por no acogerlos. Pero conviene recordar la reacción de Jesús que los riñe y marchan a otro pueblo. (Lc 9,54)

La raíz del celo malo también puede tener un origen legítimo, al haber estado víctimas de una injusticia o del desamor  de la comunidad; sino sublimamos la situación concreta que nos provoca amargura  corremos el riesgo de ir apartándonos de la comunidad y cerrarnos en nosotros mismos.

¿Dónde arraigan el buen celo y el mal celo? Escribe el abad  Sighard Kleiner que el monje es como un árbol plantado junto a la corriente de agua, cuyas hojas no se secan y dan fruto a su tiempo. Vayamos con cuidado de no cortar el agua y ser la causa de que sequen las raíces. Como el árbol, los monjes hemos de crecer absorbiendo la gracia del Espíritu, para dar frutos de caridad, de gozo y de paz.; frutos, en una palabra de todas las virtudes..Somos como árboles plantados en un jardín cerrado que es el monasterio, donde debemos dejar que nos envuelva el espíritu de la Regla, tomando como modelos los instrumentos de las buenas obras (R 4)

La observancia fiel nos permite llegar a un estado donde sin dejar  de ser conscientes de nuestras acciones, dejemos lugar a la acción del Espíritu, que es el estado del buen celo.
Ciertamente nuestra fidelidad conoce eclipses, nuestra vocación se debilita en ocasiones, y nos tientan las distracciones. Corremos siempre el riesgo de que nuestra vocación se debilite.

Nos dice san  Juan Crisóstomo que conservar es más admirable que crear, porque conservar es luchar contra la tendencia de volver a la nada, lo cual es ya importante y admirable. No debemos dejar arrastrarnos fuera del domino de la Regla, si nos dedicamos a seguir el camino que san Benito nos propone con decisión y fidelidad, y nuestra alma se sentirá llamada a las profundidades del amor del Espíritu, lazo del Padre y del Hijo, y no dejará de donar fruto a su tiempo, el fruto de la vida .

Dejemos que el agua del Evangelio impregne las raíces de nuestra vocación, no cerremos las puertas de nuestro corazón a la Palabra de Dios y el mismo ritmo de la vida monástica nos ayudará a mantener el equilibrio entre plegaria y trabajo.

El objetivo no es tanto identificarnos con Cristo, tratando de imitarlo, es decir de actuar como lo haría él en nuestra situación, sino reconocerlo en los que ha escogido para identificarse. Ver Cristo en el Abad, en el sacristán, en el prior, en el portero, en el hospedero, en el enfermo…, es decir en cada uno de nuestros hermanos, especialmente en aquellos que más sufren, y también en los huéspedes y en os se acercan al monasterio.

Es este capítulo san Benito nos muestra que la espiritualidad que nos transmite la Regla es una solicitud hacia los demás con un amor de Dios superior al que podemos sentir por nosotros mismos. Estar a la escucha de la Palabra en todos los momentos y aspectos de la vida, pero sobre todo allí donde no es más costoso, como puede ser la relación con los demás.

San Benito al final de la Regla nos plantea un viaje de retorno al prólogo, aprender a escuchar a Dios en nuestra vida simple, incierta y a veces incomprensible. El celo amargo nos ciega y hace sordos; el buen celo nos compromete con Cristo y con los hermanos y nos proyecta a buscar a Dios de manera permanente.

La regla no nos  promete que observándola lograremos la felicidad, sino que hará estar pendientes de la voluntad de Dios; el equilibrio de la  Regla hace posible un camino tranquilo hacia Dios, donde la plegaria, arraigada en la Palabra es luz para nuestros pasos. De la Parente monotonía y cotidianidad podemos hacer un medio que nos lleve a descubrir la plenitud de la vida. Esta en nuestras manos que este camino sencillo vivido con coherencia y profundidad nos vaya transformando poco a poco la vida.

La Cuaresma es un tiempo de conversión, de camino, nos ofrece cada año unos días privilegiados para el camino, para dedicarnos más intensamente a buscar a Dios. Preparémonos para la Pascua con intensidad, como si fuera la primera que vivimos o la última que viviremos, en una espera esperanzada.  

domingo, 12 de marzo de 2017

CAPÍTULO 65 EL PRIOR DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 65

EL PRIOR  DEL  MONASTERIO

Ocurre con frecuencia que por la institución del prepósito se originan graves escándalos en los monasterios. 2 Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de soberbia, y, creyéndose segundos abades, usurpan el poder, fomentan conflictos y crean la disensión en las comunidades, 2 especialmente en aquellos monasterios en los que el prepósito ha sido ordenado por el mismo obispo y por los mismos abades que ordenan al abad. 4 Fácilmente se puede comprender lo absurdo que resulta todo esto cuando  desde el comienzo su misma institución como prepósito es la causa de su engreimiento, 5 porque le sugiere el pensamiento de que está exento de la autoridad del abad, 6  diciéndose a sí mismo: «Tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad». 7 De aquí nacen envidias, altercados, calumnias, rivalidades, discordias desórdenes. 8 Y así, mientras el abad y el prepósito sostienen criterios opuestos, es inevitable que peligren las almas por semejante discordia 9 y que sus subordinados vayan hacia su perdición, adulando a una parte o a la otra. 10 La responsabilidad de esta peligrosa desgracia recae, en primer término, sobre los que la provocaron, como autores de tan gran desorden. 11 Por eso, nosotros hemos creído oportuno, para mantener la paz y la caridad, que el abad determine con su criterio la organización de su propio  monasterio. 12 Y, si es posible, organice por medio de los decanos, como anteriormente lo hemos establecido, todos los servicios del monasterio, 13 pues, siendo varios los encargados, ninguno se engreirá. 14 Si el lugar exige, y la comunidad lo pide razonablemente con humildad, y el abad lo cree conveniente, 15 el mismo abad instituirá a su prepósito con el consejo de los hermanos temerosos de Dios. 16 Este prepósito, sin embargo, ejecutará respetuosamente lo que el abad le ordene, y nunca hará nada contra la voluntad o el mandato del abad, 17 pues cuanto más encumbrado esté sobre los demás, con mayor celo debe observar las prescripciones de la regla. 18 Si el prepósito resulta ser un relajado, o se ensoberbece alucinado por su propia hinchazón, o se comprueba que menosprecia la regla, será amonestado verbalmente hasta cuatro veces. 19 Si no se enmendare, se le aplicarán las sanciones que establece la regla. 20 Y, si no se corrige, se le destituirá de su cargo de prepósito y en su lugar se pondrá a otro que sea digno. 21 Pero, si después no se mantiene dentro de la comunidad tranquilo en la obediencia, sea incluso expulsado del monasterio. 22 Mas piense el abad que rendirá cuentas a Dios de todas sus disposiciones, no sea que deje abrasar su alma por la pasión de la envidia o de los celos.

Una de las preocupaciones de san Benito es la división de la comunidad. De la lectura de la Regla se desprende que san Benito cree que en todo hombre hay la tentación de dividir y destruir. Analiza las causas, el mecanismo, el método y las consecuencias. 

Las consecuencias son bien visibles: celos, murmuraciones, rivalidades, disensiones y desorden. Los métodos pueden ser bastante banales, como atribuirse un poder que no se tiene, sustraerse a la autoridad a quien se ha prometido obediencia, la displicencia, murmurando y criticando… las causas son bastante más difíciles de discernir, y que vendrían a estar en la inflación por un espíritu maligno de orgullo, arrogándose un poder tiránico y fomentando escándalos y discordias en la comunidad. El origen del mal que nos puede afectar, y de donde surgen otros más, es trazar una frontera invisible en nuestro corazón que nos cierre a los hermanos.

El objetivo que debemos tener es el mantenimiento de la paz y de la caridad. Pero, ¿qué entendemos por paz y por caridad?  A menudo imaginamos que la ausencia de conflictos es signo de paz; pero también puede ser el resultado de actitudes, como evitar  cruzarnos, hablarnos, mirarnos, en una palabra: ignorarnos.

La paz presupone siempre un esfuerzo personal que a menudo no estamos dispuestos a llevar a cabo, o que solamente queremos cuando, egoístamente, nos favorece. En los primeros capítulos de la Regla, san Benito establece la estructura de la comunidad monástica basada en la responsabilidad del superior asistido por los decanos y el mayordomo.

En este capítulo habla del prior de modo apasionado, y diferente de los capítulos anteriores, y con frases sorprendentes. Puede parecer a simple vista que san Benito no llegó a tener una experiencia muy gratificante con sus priores. Es una institución, sin embargo, necesaria, cuando el abad tiene que ausentarse con frecuencia. Entonces el papel del prior deviene importante; pero incluso cuando está presente el abad en la comunidad, el prior debe ser el primer consejero en todas las tareas.  Su rol puede varias, dependiendo de las respectivas personalidades de abad y prior, pero siempre la conexión entre ambos será algo fundamental.

Lo que san Benito observa en la práctica, durante su época,, sobre todo en los monasterios del sur de  Italia, donde la autoridad eclesiástica además de nombrar al abad, designaba también al prior, que ello era una realidad “absurda”, -es la palabra que utiliza- y además susceptible de crear divisiones en la comunidad.  Si el abad y el prior no están unidos, si no actúan en armonía, su servicio se pone en peligro, y también la vida de la comunidad.

El deseo de poder es una tentación innata en la naturaleza humana. Los mismos Apóstoles discutían entre ellos quien sería el más grande en el Reino; por tanto no es sorprendente que ocurra lo mismo en una comunidad monástica. San Benito nos pone de relieve la necesidad de evitarlo. Por tanto, él prefiere  el sistema de decanos, que, ciertamente, no tendrá mucho éxito en la tradición monástica después de él. A pesar de ello, sí que acepta que el abad sea asistido por un prior, lo que vendrá a ser algo común en el monacato benedictino, pero con la condición de que sea elegido por el mismo abad después de escuchar a los hermanos temerosos de Dios.

En este largo capítulo san Benito da recomendaciones concretas y precisas al prior sobre la manera de cumplir un servicio fiel, obediente y humilde, advirtiendo sobre cualquier tentación o celosía.

Un capítulo, éste, que se podría titular: “la unidad de la comunidad”, pues de esta unidad habla de manera expresa. Y esto es muy importante, porque no hay verdadera comunidad sin unidad, siempre por construir y mantener; y siempre amenazada por nuestros egoísmos. El miedo que fundamentalmente manifiesta san Benito es que se formen grupos en la comunidad. Y de hecho cuando eso sucede, las cosas dejan de funcionar y la cualidad de la vida se resiente o incluso desaparece. El modelo de nuestras comunidades continúa siendo el de la comunidad primitiva de Jerusalén, donde la multitud de hermanos y hermanas tenían un solo corazón y una sola alma, aunque no con ausencia de conflictos internos. Se trata de una unidad que no niega la diversidad, ni las características y dones propios de los monjes. Ciertamente, hemos venido al monasterio para buscar a Dios, pero en nuestra mochila personal llevamos lo que es propio del corazón humano: rivalidades, deseos de poder, notoriedad, vanidad, orgullo… nuestros defectos de fábrica.  La eterna lucha de nuestra humanidad herida, a la que no podemos dejar la última palabra, que siempre la debemos buscar en el mismo Dios, escuchando su palabra como luz para nuestras debilidades, oscuridades y tentaciones.

Mirad qué fácil es murmurar y criticar: la última semana visité las Carmelitas Descalzas de Tarragona. Una de ellas me dio un texto publicado en el Boletín “Pax et Bonum” de la provincia franciscana de Bruselas, de Abril de 1988. El texto con un tono irónico habla de los superiores y dice:

“El superior es todo aquel que, por su cargo, ejerce la autoridad sobre un grupo determinado, o sobre una comunidad. Todos los “inferiores” están obligados a temerlo, respetarlo y obedecerlo. A pesar de eso, si habla con claridad, se dice de él que es un dictador; pero si pide consejo que es un ineficaz. Si muestra un buen humor, es que se quiere hacer el interesante, si es lo contario se hace insoportable. Si ven que quiere poner orden, entonces es demasiado severo; pero si tolera el desorden es que no tiene carácter. Si es humorista, es poco intelectual; pero si le falta sentido del humor es un creído. Si resulta fácil el trato con él deviene un político; en caso contrario se le considera un inepto. Si da su  opinión, se lo miran de costado, pero si es reflexivo y prudente es un indeciso. Si cede es demasiado suave, peros si manifiesta una convicción le falta delicadeza. Si quiere mejorar la comunidad, es un idealista incurable, pero si deja hacer se le acusará de fracasado. Por ello el superior ha de tener estas cualidades: la formación de un rector de universidad, la competencia de un banquero, la humildad de un santo, la facilidad de adaptación de un camaleón, la esperanza de un optimista, el valor y la virtud de un héroe, la astucia de una serpiente, la sencillez y la dulzura de una paloma, la paciencia de Job, la gracia de Dios y la perseverancia del diablo. Y si le falta alguna de estas cualidades orad por él”

Como diría san Benito cuesta poco ver lo absurdo que es criticar por criticar,  cuando la envidia o los celos corroen nuestra alma. Como nos decía en una lectura de Maitines esta semana san Asterio de Amasia:

“Imitemos el estilo del Señor en su manera de hacer, meditemos los Evangelios, contemplando aquí, como en un espejo, su ejemplo de diligencia y de benignidad, y aprenderemos a fondo en nuestro camino monástico”.