domingo, 25 de febrero de 2018

CAPÍTULO 50 LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE


CAPÍTULO 50

LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO
O ESTÁN DE VIAJE

Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a las horas debidas, 2 si el abad comprueba que es así en realidad, 3 celebren el oficio divino en el mismo lugar donde trabajan, arrodillándose con todo respeto delante de Dios. 4 Igualmente, los que son enviados de viaje, no omitan el rezo de las horas prescritas, sino que las celebrarán como les sea posible, y no sean negligentes en cumplir esta tarea de su prestación.

Para san Benito la plegaria ha de ocupar un lugar fundamental en la nuestra vida. “Que no se anteponga nada al Oficio divino”, dice la Regla. Tanto es así, que incluso si estamos ausentes del monasterio, al no poder participar de la plegaria comunitaria, debemos hacerla allí donde nos encontremos. Tiene muy presente el recordarnos que nuestra ausencia debe ser justificada, debido a tener el trabajo lejos, o estar de viaje.

Cuando oramos fuera del monasterio estamos en comunión con Dios y con el resto de la comunidad. Este aspecto de orar en comunión nos viene a recordar a los cartujos que hacen una parte del Oficio en solitario, en su celda, a la misma hora, realizando idéntico rito a cuando se hace en comunidad, y sintiéndose en comunión con los demás miembros de la comunidad.

Así mismo, san Benito quiere que cuando oremos fuera del monasterio estemos también en comunión espiritual con la comunidad. Todos tenemos experiencia de haber hecho el rezo del Oficio en un avión, o en el tren, en una estación, viajando en coche, en un área de servicio, en el bosque…

Dios está presente en todas partes, y nosotros dirigiéndonos a él, no menospreciamos la tarea de nuestra servidumbre, como nos sugiere san Benito. Como la Regla afirma “que Dios está presente en todas partes, y que los ojos del Señor miran a los buenos y a los malos”, pero sobre todo esto es cierto cuando estamos en el Oficio divino. Y esto es algo a tener presente también cuando oramos fuera del monasterio. Pues si somos monjes en cualquier lugar en que nos encontramos debemos ser hombres de plegaria, sedientos de Dios, y por lo tanto con el deseo de poder dirigirnos a él.

Dios está presente a lo largo de nuestra jornada de diversas maneras, en la comunidad, como nos explicaba la M. Montserrat estos días en los Ejercicios, Espirituales, pero lo está de una manera especial en el Oficio divino, en la escucha de la Palabra, en la Lectio y en la Eucaristía, haciéndose presente en la asamblea reunida, en quien la preside, en la liturgia de la Palabra y esencialmente en el pan y en el vino, transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Presencia real del entre nosotros.

Si, en cierta manera, nos debemos definir como unos enamorados del Señor, entonces buscarlo, alabarlo, invocarlo, en cualquier circunstancia, no nos debería resultar pesado sino liberador y reconfortante.

No hace muchas semanas un religioso, no de nuestra comunidad, me comentaba que se sentía seco espiritualmente, que el Oficio divino le pesaba y la salmodia había perdido sentido para él. Es una situación grave para un consagrado, una verdadera crisis de vocación. Quizás el algo que no podemos evitarlo del todo, quizás, en ocasiones puede ser útil para crecer interiormente, pero lo que si debemos intentar es poner en juego nuestro compromiso, mediante la meditación de la Palabra, la lectio, esforzándonos en el Oficio en el trabajo, buscando, en toda circunstancia, vivir nuestra relación con Dios.

Orar, ¿para qué?, ¿a quién?  Orar para hablar y estar en contacto con Dios.

Explica un cuento que “un piadoso musulmán oraba todos los días en la presencia de Dios, y todos los días le suplicaba una gracia que esperaba de él. Se colocaba siempre para su oración en el mismo rincón de la mezquita y tantos años pasaron y va repetir su oración, según dicen, que las señales de sus rodillas y de sus pies quedaron marcados sobre el mármol del espacio sagrado. Pero parecía que no escuchaba su oración, que no se enteraba de lo que le pedía en su invocación. Por fin, un día se le apareció un ángel de Dios y le dijo: “Dios ha decidido no concederte lo que le pides”. Al sentir el mensaje del ángel, el buen hombre comenzó a dar voces de alegría, a saltar de gozo y explicaba lo que le había sucedido a todo aquel que se le acercaba. La gente, sorprendida, le preguntó: ¿”Y de qué te alegras si Dios no te concedido lo que le pedías”? a lo que él contestaba desbordando de gozo en cada una de sus palabras: “Es verdad que me lo ha negado, pero, por lo menos, sé que mi oración llega hasta Dios. ¿Qué más puedo desear? ¿qué me importa no haber recibido lo que le pedía? Lo que cuenta es que Dios me ha escuchado, que la oración me ha puesto en contacto con él. Y eso ya es suficiente”.

La constancia, la perseverancia, tienen que acompañar nuestra oración. Solamente así, como la señales que dejaba el piadoso musulmán en la tierra, a nosotros nos las deja en el interior.
Fidelidad al Oficio divino, incluso fuera del monasterio, orando en la medida y de la manera más digna que podamos, sin interrumpirla nunca, pues muy preciosa para nuestra vida, como para que la despreciemos. Oremos allí donde nos encontremos, con respeto, en la presencia de Dios, no dejando pasar las horas prescritas para la plegaria, con el mayor fervor posible, y   en comunión espiritual con toda la comunidad.

Pidamos y Dios nos dará; busquemos y encontraremos, truquemos y Dios nos abrirá, porque el que pide recibe, el que busca encuentra, y a quien truca le abren, nos dice Jesús. (cfr. Lc 11,9-10)

domingo, 18 de febrero de 2018

CAPÍTULOS 48 Y 49 LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA





CAPÍTULOS 48 Y 49

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

Durante la cuaresma dedíquense a la lectura desde por la mañana hasta finalizar la hora tercera, y después trabajarán en lo que se les mandare hasta el final de la hora décima. 15 En esos días de cuaresma recibirá cada uno su códice de la Biblia, que leerán por su orden y enteramente; 16 estos códices se entregarán al principio de la cuaresma. 17 Y es muy necesario designar a uno o dos ancianos que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos están en la lectura. 18 Su misión es observar si algún hermano, llevado de la acedía, en vez de entregarse a la lectura, se da al ocio y a la charlatanería, con lo cual no sólo se perjudica a sí mismo, sino que distrae a los demás. 19 Si a alguien se le encuentra de esta manera, lo que ojalá no suceda, sea reprendido una y dos veces; 20 y, si no se enmienda, será sometido a la corrección que es de regla, para que los demás escarmienten. 21 Ningún hermano trate de nada con otro a horas indebidas. 22 Los domingos se ocuparán todos en la lectura, menos los que estén designados para algún servicio. 23 Pero a quien sea tan negligente y perezoso que no quiera o no pueda dedicarse a la meditatio o a la lectura, se le asignará alguna labor para que no esté desocupado. 24 A los hermanos enfermos o delicados se les encomendará una clase de trabajo mediante el cual ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga desistir. 25 El abad tendrá en cuenta su debilidad.

Aunque de suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y que en estos días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya impuesto; 7 es decir, que norma que se haya impuesto; 7 es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.


San Juan Crisóstomo nos decía esta semana en una lectura de Maitines que “conviene elevemos el corazón a Dios no solamente cuando nos dedicamos expresamente a la plegaria, sino cuando estamos en otras cosas.,, en las cuales nos va bien unir el deseo y el recuerdo de Dios, de manera que todas nuestras obras, como sazonadas con la sal del amor de Dios se conviertan en un alimento agradable a Dios. Pero solamente podemos gozar continuamente de la abundancia divina si le dedicamos tiempo”.

Hoy san Benito nos dice que “la vida del monje debe responder en todo tiempo a una observancia cuaresmal”.
San Benito nos dice que puesto que no todos tenemos esta fuerza -en latín virtus- debemos tener cuidado durante la Cuaresma de algunas cosas que nos conviene vigilar a lo largo de todo el año. Y estas cosas son para san Benito, aquellas que considera esenciales para la vida monástica, y también para una vida cristiana.
El primer elemento, que incluye a todos los demás, es la pureza de la vida. San Benito nos pide a los monjes mantener la vida pura de manera especial en estos días, para contrarrestar la negligencia de otros momentos. La palabra pureza quiere decir sencillez, tener una sola cosa como importante: Cristo. Llegar a esta unidad, sencillez y pureza de vida significa, naturalmente, abstenerse de todos los vicios. Esto quiere decir utilizar medios como la oración, la lectura, el ayuno, la abstinencia…

El contexto en el que menciona estos elementos del ascetismo monástico muestra claramente que solamente son medios para llegar a la pureza de corazón, y no objetivos en sí mismos.

Si durante la Cuaresma estos medios se utilizan más intensamente, más allá de la exigencia de la Regla, ha de ser una decisión libre, propia y voluntaria, es decir una ofrenda sincera hecha a Dios. De hecho, lo único que debemos ofrecer a Dios es nuestra voluntad, nuestro amor, la simplicidad y pureza de nuestro corazón. Esta ofenda solo la podemos hacer con alegría, una alegría que proviene del Espírito Santo, que es el amor que une el Padre y el Hijo. “Que cada uno más allá de la medida prescrita ofrezca alguna cosa a Dios, por voluntad propia y con gozo del Espíritu Santo”, nos dice san Benito. Y nos invita a renunciar con más intensidad durante este tiempo a las cosas que nos pueden dispersar más fácilmente, o nos pueden hacer perder la simplicidad y la pureza, a fin de esperar la Pascua con la alegría de una delicia espiritual.

Para san Benito, toda la vida monástica tiende a la alegría, la alegría de un deseo espiritual. El monje debe estar siempre lleno de deseo, un deseo abierto a la plenitud de la vida, que solamente podemos concebir como un regalo gratuito. Y un regalo no lo podemos exigir, sino desearlo. Este deseo de plenitud, esta aspiración a un crecimiento en el camino de transformación en Cristo solo puede llevarse a cabo, si disminuye en nosotros el deseo de necesidades secundarias. En esta búsqueda de un crecimiento individual y comunitario, san Benito insiste en hacer un esfuerzo especial, personal y voluntario, que acompañe al discernimiento, para acercarnos a la pureza de corazón.

Podríamos decir, que hoy también celebramos el día del libro, que san Benito creó e instituyó para el primer domingo de Cuaresma. En el texto original dice: “lectio vacent omnes”, porque para él cuando el monje entra en contacto directo con la Palabra, y con los Padres, es como si te liberases de otras cosas, absorbido solo por la Palabra de Dios.
La lectio es un camino de vida que hace posible que la Palabra resuene en nosotros, y arraigue en nuestra vida, y eche fuera los pensamientos inoportunos.

San Benito establece este día para el primer domingo de Cuaresma, en que cada uno recibimos un libro de la biblioteca, no simplemente para cumplir algo prescrito, ni para dejarlo abandonado sobre la mesa, sino para que nos acompañe en las horas de lectura, que vamos leyendo por orden y completo.

San Benito sabe que somos débiles, y por eso establece que uno o dos ancianos vigilen esta dedicación a la lectura, para que no se dejen llevar por la pereza, o pasar el tiempo en la ociosidad, o estorbando a otros. En tales casos, establecer, dar un trabajo, para no permanecer ociosos.

En los tratados sobre la vida de los monjes, se suele indicar que el riesgo por excelencia es la acedia, el demonio de mediodía, la tentación peor que nos puede amenazar, y que se manifiesta sobre todo en la imposibilidad de leer. San Nilo la describe así: “cuando un monje atacada por acedía intenta leer, inquieto, interrumpe la lectura, y un minuto más tarde se sumerge en el sueño; se frota el rostro con las manos, extiende sus dedos y lee unas líneas más, refunfuñando al final de cada palabra leída; i mientras tanto se llena la cabeza de pensamientos ociosos, y mira el número de páginas que restan de leer, y las hojas de los cuadernos, y empieza a odiar las letras y las bellas miniatura que tiene delante, hasta que por último cierra el libro y lo hace servir como almohada para la cabeza, y sumiéndose en un sueño breve y profundo”

Seamos conscientes de tales momentos de opacidad, cuando el libro esté a punto de caerse de las manos, para que no nos invada la imposibilidad de leer y dominemos la tentación de dejarla, sino que más bien la aprovechemos durante estos días, y nos sirva de un verdadero provecho en nuestro camino a la Pascua.

domingo, 11 de febrero de 2018

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA



CAPÍTULO 38

EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Éste comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el orator o por tres  veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden
estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.

El capítulo de hoy nos habla de la lectura durante las comidas. Le siguen dos capítulos sobre la medida en la comida y en la bebida, y otro sobre las horas en que debe hacerse la comida. Las comidas son un momento importante en la vida comunitaria. San Benito nos habla, además, que el silencio que debe haber en el refectorio no es un silencio vacío ni infecundo, sino que debe ser para crear las condiciones para una escucha de la lectura, la Palabra del Señor, y escuchándola cambiar nuestro corazón, y hacernos imitadores del Cristo, que vino a servir y no a ser servido. San Benito está preocupado por el silencio, por la atención a la lectura, para que esta escucha nos aporte algo.
Cuando nos habla de medida, en este terreno como en otros, no nos habla de una cantidad estándar u objetiva a la cual nos tenemos que atener ciegamente, sino que habla de la moderación y la sobriedad, que siempre debe guiar nuestra vida. Unas comidas que no son simplemente para alimentar el cuerpo, sino para alimentar el espíritu. Una parte más de la jornada monástica que está dedicada a recuperar la unidad perdida del hombre y Dios.
La lectura en el refectorio o en la colación persigue otra finalidad: crear una cultura comunitaria, como si fuese una biblioteca común de todos los miembros de la comunidad. Por esto es tan importante compartir todos los actos comunitarios porque todos ellos van formando al monje, a la vez que a la comunidad. Plegaria, trabajo, lectio y comidas forman un conjunto; quien cojea en su cumplimiento cojea en su vida monástica. La plegaria, el silencio, el trabajo, la escucha de la Palabra, el cumplimiento, no son un fin en si mismos, sino medios, instrumentos, para crear las condiciones necesarias para intentar llegar a Dios, que es nuestro objetivo en el monasterio; si los menospreciamos, si los olvidamos, no estamos en el buen camino para llegar a Dios. Por eso san Benito establece esta relación entre la plegaria, la lectura y el servicio de la comunidad cuando habla de pedir la bendición para cumplir fielmente el servicio de lector. Si la lectura no debe faltar en la mesa no es para ocupar el tiempo, para distraer, sino para formar al monje en orden a una escucha interior. El monje es un hombre siempre a la escucha, en la plegaria salmodiando, en la lectio escuchando la Palabra, y también en el refectorio escuchando la lectura. Por eso san Benito pide que haya un silencio absoluto, y que si es necesario pedir alguna cosa se haga con un gesto discreto. El silencio, abierto a la Palabra tiene en nuestra vida una posición central y eminente. Por ello mismo san Benito dice que no se atreva cualquiera a leer, sino aquel que pueda ayudar a edificar.
Palabra, escucha y servicio van de la mano. No hay vida comunitaria sin un servicio a la comunidad. Si por un lado tenemos unas responsabilidades asignadas a cada uno, también están los servicios semanales y las tareas comunes que es preciso atender. Nos dice san Benito que se han de confiar a aquellos que sean capaces de llevar a cabo el servicio, que en este caso es el lector que ha de poder edificar a los oyentes. 

No todos somos capaces de cualquier servicio, es cierto, pues nuestras limitaciones personales nos lo pueden impedir, pero siempre, en la comunidad, hay servicios que están a la medida de uno. Lo que no debemos de perder nunca es la voluntad de servir, de atender a lo que nos pertenece y podemos hacerlo con la máxima diligencia, generosidad, perseverancia y voluntad de servicio. Lo malo es el espíritu de mezquindad, de vigilancia mutua, de cálculo que nos lleva a expresiones como las que describe Bertrand Rollin monje de Calcat: “¿dónde están los demás?”, “aquel desaparece siempre que tenemos algo que hacer”, o tantos otros malos pensamientos que nos pueden surgir. Puede llegar a existir, como una ley en la vida de una comunidad, que establece que siempre son los mismos los que escapan de un servicio, mientras otros siempre que les piden lo llevan a cabo. Cabría recordar la expresión de un cartujo: “servir es reinar”, entonces renunciar al servicio es renunciar al Reino.

Todos sabemos lo que podemos o no podemos hacer, y también cuándo la pereza o negligencia nos dominan. Lo sabe nuestra conciencia a la que no podemos engañar, lo sabe sobre todo Dios que lee en el fondo de nuestros corazones.

Decía el Papa Francisco en un Angelus dominical del último Noviembre que “si hemos recibido cualidades de nuestro Padre Celestial, debemos ponerlas al servicio de nuestros hermanos y no aprovecharnos para nuestra situación personal. No debemos considerarnos superiores a los demás; la modestia es esencial para una existencia que quiere estar de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, que es manso y humilde de corazón, y ha venido a servir y no a ser servido”.

La disponibilidad y la responsabilidad son dos conceptos importantes en la vida comunitaria. Responsabilidad cuando uno tiene una tarea concreta o un servicio semanal encomendado. Disponibilidad ante los imprevistos para atender a lo que ha quedado desatendido.

Decía el Papa Benet XVI en Abril del 2006: “Si pensamos y vivimos en virtud de la comunión con Cristo, entonces se nos abren los ojos. Entonces, no nos acomodaremos más a seguir viviendo preocupados solamente por nosotros mismos, sin que veremos donde y como somos necesarios. Viviendo y actuando así seremos pronto conscientes de que es mucho más bello ser útiles y estar a disposición de los demás, que preocuparse solamente de las comodidades que se nos ofrecen”.






domingo, 4 de febrero de 2018

CAPÍTULO 31 CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 31

CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16Puntualmente y sin altivez ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.

San Benito, en este capítulo, exige mucho al mayordomo, como lo exige también al abad, al prior, o todos a quienes se confía una responsabilidad con algún servicio concreto. A todos los monjes se nos pide responsabilidad y comprensión, firmeza y delicadeza, orden y humanidad. Cuanto mayor es la responsabilidad encomendada más necesaria es la disciplina personal y el esfuerzo de vida interior, a fin de no alejarse de la voz de Dios.

El mayordomo, en concreto, ha de tener una visión de conjunto, y al mismo tiempo atender a cada petición concreta con la mirada puesta en Dios. Esta referencia a Dios en todas las cosas es lo que le permitirá el poder juzgar las necesidades de cada hermano.
Lo que dice la Regla de las funciones atribuidas a estos diversos colaboradores, así como el vocabulario elegido, indican que, en el pensamiento de san Benito, se ha tener siempre la mirada en Dios, y no sólo en el cumplimiento de tareas secundarias o puramente materiales.

Según nuestra mentalidad pragmática estamos dispuestos para pensar que la tarea del mayordomo o de otro monje es puramente material. Pero san Benito no duda en decir explícitamente que ha de ser como un padre para la comunidad.

¿Qué tarea confía la Regla al mayordomo?

San Benito no define su papel según las necesidades materiales del monasterio, sino según las necesidades de los hermanos. Le confiere la responsabilidad de vigilar que se satisfagan las necesidades físicas de los hermanos, ya sean alimentos, ropa o su salud. Obviamente, esto requiere que el monasterio tenga todo lo necesario y una economía sana. Un mayordomo que dirigiera sus asuntos como si se tratara de una empresa, como un gestor de un negocio, teniendo en cuenta solo los criterios de rentabilidad, está claro que no actuaría de acuerdo al espíritu de la Regla.

Para san Benito la persona humana es, indivisiblemente, cuerpo, alma y espíritu, y no se puede cuidar el alma sin tener cuidado del cuerpo y viceversa.

San Benito prevé que el mayordomo puede tener ayudantes, dependiendo de la importancia de la comunidad, pero considera todavía más importante que haya una persona que, siempre bajo la autoridad del abad, ejerza una función paterna en cuanto se refiere a las necesidades materiales de los hermanos. En la visión de la Regla el mayordomo actúa en comunión de espíritu con el abad, que ha de vigilar su administración, no por desconfianza sino por responsabilidad.

Cuando san Benito pide que el mayordomo sea un padre para la comunidad, exige que  pueda dar una buena palabra, sobre todo cuando  no puede responder a la petición que se le hace. Las cualidades que la Regla espera encontrar en el mayordomo son muy semejantes a las que requiere el abad, el prior o los ancianos, e incluso a todos los monjes. No sólo obrar con paciencia y bondad para con todos, sino prestar una especial atención a los más débiles, a los enfermos, a los huéspedes, a los pobres, que son, según el evangelio, lo privilegiados para Cristo. Respondiendo amablemente, incluso ante peticiones irracionales. No es una tarea fácil, que puede ser especialmente intensa en una comunidad grande. Si es preciso deberá tener una ayuda, pero debe evitar de hacer peticiones en momentos inoportunos.

Lo que nos dice san Benito en este capítulo de la actitud del mayordomo se puede aplicar, mutatis mutandis, a cualquiera que tenga un servicio que represente a la comunidad.

La sentencia final del capítulo, aquí como en otros muchos casos dona el sentido final: es preciso hacerlo todo de tal manera que nadie se entristezca en la casa de Dios. Es curioso que no pide como una cualidad esencia del mayordomo la competencia, la inteligencia, el espíritu práctico o la sagacidad comercial. Ve mucho más necesaria la humildad pues esta es la clave para no avergonzarse de poder dar, para no excederse en un poder que no se tiene, para vivir feliz, y hacer felices a otros.

Cuando san Benito pide al mayordomo una buena palabra para cada uno da la regla de oro de su servicio. No es inútil este capítulo, pues sucede a menudo que el mayordomo o algún otro, acaba perdiendo el sentido de su servicio y llega a creerse amo y señor de la economía de la casa, y corre el riesgo de caer en el descontrol, en la prevaricación, en el capricho, olvidándose de vigilar su alma, perdiendo la discreción y metiéndose en lo que no le corresponde. Muchos monasterios son escenarios de este abuso de poder, de esta extralimitación de funciones que lleva a la perdición a más de un monje.  Tener siempre a Dios presente, no encoger nuestro corazón.

Decía el Papa  Francisco, el pasado día 21 de Enero a las contemplativas de Perú:

“La vida de clausura no cierra ni encoge el corazón sino que lo despliega y lo abre. ¡Ay de la monja que tiene el corazón encogido! ¡buscarle un remedio¡  No se puede ser monja contemplativa con el corazón encogido. Que vuelva a respirar, que vuelva a ser un corazón grande. Por otro lado, las monjas encogidas han perdido la fecundidad, no son madres; se quejan de todo, siempre amargadas, siempre buscando exigencias minuciosas para quejarse. La santa  Teresa de Jesús decía: “¡Ay de la monja que dice: hiciéronme sin razón, me hicieron una injusticia”. En el convento no hay lugar para las coleccionistas de injusticias, sino que hay lugar para aquellas que abren el corazón y saben llevar la cruz, la cruz fecunda, la cruz del amor, la cruz que da vida”.

El remedio contra todo esto es el que hoy nos da san Benito: esforzarse por no ser glotones, no vanidosos, ni violentos, ni injustos, ni remolones, ni gastadores, sino esforzarse por ser juiciosos, maduros, sobrios y por encima de todo temerosos de Dios.