domingo, 4 de febrero de 2018

CAPÍTULO 31 CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 31

CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16Puntualmente y sin altivez ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.

San Benito, en este capítulo, exige mucho al mayordomo, como lo exige también al abad, al prior, o todos a quienes se confía una responsabilidad con algún servicio concreto. A todos los monjes se nos pide responsabilidad y comprensión, firmeza y delicadeza, orden y humanidad. Cuanto mayor es la responsabilidad encomendada más necesaria es la disciplina personal y el esfuerzo de vida interior, a fin de no alejarse de la voz de Dios.

El mayordomo, en concreto, ha de tener una visión de conjunto, y al mismo tiempo atender a cada petición concreta con la mirada puesta en Dios. Esta referencia a Dios en todas las cosas es lo que le permitirá el poder juzgar las necesidades de cada hermano.
Lo que dice la Regla de las funciones atribuidas a estos diversos colaboradores, así como el vocabulario elegido, indican que, en el pensamiento de san Benito, se ha tener siempre la mirada en Dios, y no sólo en el cumplimiento de tareas secundarias o puramente materiales.

Según nuestra mentalidad pragmática estamos dispuestos para pensar que la tarea del mayordomo o de otro monje es puramente material. Pero san Benito no duda en decir explícitamente que ha de ser como un padre para la comunidad.

¿Qué tarea confía la Regla al mayordomo?

San Benito no define su papel según las necesidades materiales del monasterio, sino según las necesidades de los hermanos. Le confiere la responsabilidad de vigilar que se satisfagan las necesidades físicas de los hermanos, ya sean alimentos, ropa o su salud. Obviamente, esto requiere que el monasterio tenga todo lo necesario y una economía sana. Un mayordomo que dirigiera sus asuntos como si se tratara de una empresa, como un gestor de un negocio, teniendo en cuenta solo los criterios de rentabilidad, está claro que no actuaría de acuerdo al espíritu de la Regla.

Para san Benito la persona humana es, indivisiblemente, cuerpo, alma y espíritu, y no se puede cuidar el alma sin tener cuidado del cuerpo y viceversa.

San Benito prevé que el mayordomo puede tener ayudantes, dependiendo de la importancia de la comunidad, pero considera todavía más importante que haya una persona que, siempre bajo la autoridad del abad, ejerza una función paterna en cuanto se refiere a las necesidades materiales de los hermanos. En la visión de la Regla el mayordomo actúa en comunión de espíritu con el abad, que ha de vigilar su administración, no por desconfianza sino por responsabilidad.

Cuando san Benito pide que el mayordomo sea un padre para la comunidad, exige que  pueda dar una buena palabra, sobre todo cuando  no puede responder a la petición que se le hace. Las cualidades que la Regla espera encontrar en el mayordomo son muy semejantes a las que requiere el abad, el prior o los ancianos, e incluso a todos los monjes. No sólo obrar con paciencia y bondad para con todos, sino prestar una especial atención a los más débiles, a los enfermos, a los huéspedes, a los pobres, que son, según el evangelio, lo privilegiados para Cristo. Respondiendo amablemente, incluso ante peticiones irracionales. No es una tarea fácil, que puede ser especialmente intensa en una comunidad grande. Si es preciso deberá tener una ayuda, pero debe evitar de hacer peticiones en momentos inoportunos.

Lo que nos dice san Benito en este capítulo de la actitud del mayordomo se puede aplicar, mutatis mutandis, a cualquiera que tenga un servicio que represente a la comunidad.

La sentencia final del capítulo, aquí como en otros muchos casos dona el sentido final: es preciso hacerlo todo de tal manera que nadie se entristezca en la casa de Dios. Es curioso que no pide como una cualidad esencia del mayordomo la competencia, la inteligencia, el espíritu práctico o la sagacidad comercial. Ve mucho más necesaria la humildad pues esta es la clave para no avergonzarse de poder dar, para no excederse en un poder que no se tiene, para vivir feliz, y hacer felices a otros.

Cuando san Benito pide al mayordomo una buena palabra para cada uno da la regla de oro de su servicio. No es inútil este capítulo, pues sucede a menudo que el mayordomo o algún otro, acaba perdiendo el sentido de su servicio y llega a creerse amo y señor de la economía de la casa, y corre el riesgo de caer en el descontrol, en la prevaricación, en el capricho, olvidándose de vigilar su alma, perdiendo la discreción y metiéndose en lo que no le corresponde. Muchos monasterios son escenarios de este abuso de poder, de esta extralimitación de funciones que lleva a la perdición a más de un monje.  Tener siempre a Dios presente, no encoger nuestro corazón.

Decía el Papa  Francisco, el pasado día 21 de Enero a las contemplativas de Perú:

“La vida de clausura no cierra ni encoge el corazón sino que lo despliega y lo abre. ¡Ay de la monja que tiene el corazón encogido! ¡buscarle un remedio¡  No se puede ser monja contemplativa con el corazón encogido. Que vuelva a respirar, que vuelva a ser un corazón grande. Por otro lado, las monjas encogidas han perdido la fecundidad, no son madres; se quejan de todo, siempre amargadas, siempre buscando exigencias minuciosas para quejarse. La santa  Teresa de Jesús decía: “¡Ay de la monja que dice: hiciéronme sin razón, me hicieron una injusticia”. En el convento no hay lugar para las coleccionistas de injusticias, sino que hay lugar para aquellas que abren el corazón y saben llevar la cruz, la cruz fecunda, la cruz del amor, la cruz que da vida”.

El remedio contra todo esto es el que hoy nos da san Benito: esforzarse por no ser glotones, no vanidosos, ni violentos, ni injustos, ni remolones, ni gastadores, sino esforzarse por ser juiciosos, maduros, sobrios y por encima de todo temerosos de Dios.

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